El amanecer llegó con un aire fresco que olía a tierra mojada. El canto de los gallos rompía el silencio de la hacienda, mientras el sol asomaba tímido entre las nubes bajas. Alondra ya estaba en el corral, revisando las sogas y dando órdenes a los peones. Sus botas estaban salpicadas de barro y su cabello, aún húmedo, caía sobre los hombros. Tenía el ceño ligeramente fruncido, como quien ya empieza el día midiendo fuerzas.
A lo lejos, un galope anunció la llegada de alguien. No tardó en reconocer la figura de Carlos acercándose, montado en un caballo que claramente no era suyo. Llevaba la camisa remangada, un sombrero nuevo y un gesto que parecía decir “aquí estoy para cumplir”.
—Llegó temprano… —comentó Lía, que estaba a su lado, con una canasta de maíz en la mano—. Y con cara de no haberse dormido en toda la noche.
—Ojalá no sea puro teatro —respondió Alondra, sin apartar la mirada.
Carlos desmontó con agilidad y se acercó a ellas. Se quitó el sombrero en señal de saludo.
—Buenos d