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Capirulo 3 El buen potro

Don Emiliano lo invitó a entrar con un leve movimiento de cabeza, sin disimular la seriedad en su mirada.

—El padre Miguel dijo que eras su sobrino… pero pareces un capitaleño —dijo con voz áspera, como si cada palabra le costara el aliento.

Carlos se aclaró la garganta, sintiendo cómo el calor del viaje aún le ardía en la espalda.

—Soy Carlos Gutiérrez, el hijo de Andrés Gutiérrez. Puede leer bien los documentos —respondió, estirando la carta con firmeza, aunque por dentro sentía que las piernas le temblaban.

Don Emiliano tomó los papeles con manos arrugadas, pero firmes. Leyó. Volvió a leer. Un silencio extraño cayó sobre la estancia. Su rostro, curtido por los años, perdió el color poco a poco. Tragó saliva con dificultad, como si algo se le atorara en el pecho.

—¡Manuela! —exclamó, con una voz quebrada que nadie había escuchado en años—. ¡Ven a ver quién está aquí!

Una mujer apareció desde la galería. Era esbelta, con cabello recogido y una belleza tranquila que no tenía prisa.

—¿Quién, don Emiliano?

Él alzó la mirada con un brillo húmedo en los ojos.

—El hijo de Andrés… nuestro Andrés.

Carlos no entendía nada. No esperaba emoción, mucho menos un abrazo. Pero fue justo eso lo que recibió. Don Emiliano lo abrazó con una fuerza que lo sorprendió, y luego Manuela, en silencio, lo hizo también, como si hubiese vuelto un hijo perdido.

—No entiendo… —susurró Carlos, apenas audiblemente.

Entonces, una voz conocida se alzó detrás, cortando el momento.

—¿Qué demonios está pasando aquí, papá?

Alondra entró con las botas llenas de polvo, el rostro acalorado y la mirada clavada como cuchillos. Se detuvo al ver la escena: su padre llorando, Manuela abrazando al desconocido y ese hombre sucio del camino dentro de su casa.

Don Emiliano giró hacia ella, con los ojos todavía húmedos.

—Es el hijo de mi buen amigo. Todo esto… todo esto era nuestro sueño. Él se fue a la ciudad, y yo me quedé. Pero estas tierras eran de ambos.

Alondra sintió un vacío en el pecho. Las palabras resonaron como una campana en una iglesia desierta.

—¿Las tierras? —repitió.

—La mitad —dijo Emiliano, con voz suave pero firme—. Mitad de La Esperanza le pertenece.

Carlos permanecía en silencio, confundido, abrumado y agotado.

—Esto no puede ser —dijo Alondra, dando un paso atrás.

—Así fue escrito, así fue acordado —insistió el viejo.

Manuela intentó intervenir, pero Alondra alzó la mano con rabia contenida.

—Ese hombre no sabe ni montar un caballo. Vino quejándose todo el camino y botó el equipaje en una zanja porque decía que pesaba mucho. ¿Y ahora resulta que viene a reclamar tierras?

Carlos, herido en su orgullo, alzó la voz por primera vez.

—No estoy reclamando nada que no me corresponda. He venido a cumplir la voluntad de mi padre. Nada más.

El ambiente se volvió denso, como si el aire se llenara de humo invisible. Alondra lo miró con furia.

—Aquí no se trata de lo que quieras o no. Aquí se trabaja la tierra con las manos, no con papeles ni con zapatos nuevos.

Carlos respiró hondo, cansado, sucio, pero con la dignidad intacta.

—Tendré que aprender entonces.

Y sin más, tomó su equipaje del suelo, aunque las manos le dolían, y lo cargó hasta el umbral de la casa. Alondra no lo detuvo. Solo lo siguió con los ojos, como quien observa una tormenta que apenas empieza a formarse.

Una criada condujo a Carlos hasta la que sería su habitación. Era un cuarto amplio, acogedor, con detalles de madera pulida y una ventana que dejaba entrar el aire fresco de la montaña. Carlos se acomodó con algo de torpeza, aún sorprendido por todo lo vivido. Después de un baño caliente, se sintió mucho mejor.

Unos toques suaves en la puerta lo interrumpieron. Era la misma criada de antes, una joven risueña que apenas levantaba la vista.

—La cena está lista, señor Carlos.

Carlos asintió y se dirigió al comedor. La mesa estaba servida con esmero. Don Emiliano lo esperaba sentado al extremo, con una copa de vino en la mano.

—Quiero que te sientas cómodo —le dijo con una sonrisa franca—. Esta también es tu casa.

Carlos tomó asiento justo cuando entró Alondra. Llevaba el cabello suelto, una camisa azul y pantalón negro. Se sirvió una copa sin decir palabra. Su expresión era dura, y sus ojos no dejaban de mirar a Carlos con desconfianza. Aquella noche, más que la comida, se servía un silencio cargado de emociones ocultas.

---Alondra se sentó frente a él, sin molestarse en saludar. Sus dedos jugaban con el tallo de la copa de vino, y aunque su rostro era sereno, sus ojos lo analizaban todo.

Carlos carraspeó, buscando romper el silencio.

—La casa es hermosa… No esperaba tanta hospitalidad, don Emiliano.

—Esta tierra puede parecer dura desde afuera —respondió el hombre, con voz pausada—, pero cuando se aprende a amarla, se vuelve el mejor refugio. Como tú ahora.

—¿Y tú? —interrumpió Alondra, con la mirada fija en Carlos—. ¿Sabes algo de esta tierra? ¿O solo viniste a buscar fortuna?

Carlos se tensó. No esperaba una bienvenida tan… afilada.

—Vine porque se me dijo que había una herencia que me correspondía. Pero no tengo intenciones de quitarle nada a nadie. Solo quiero entender.

Alondra sonrió con ironía.

—Aquí todos dicen eso al principio. Hasta que ven el oro detrás de los montes y el agua que brota bajo la tierra.

Don Emiliano la miró con molestia, pero no dijo nada.

—Alondra… —dijo en tono bajo.

Ella bebió un sorbo de vino sin quitarle los ojos a Carlos.

—No te preocupes, papá. Solo estoy dándole la bienvenida a nuestra manera.

Carlos sostuvo la mirada, aunque por dentro sentía que había entrado a una casa tan hermosa como peligrosa.

La cena había terminado con un aire tenso. Carlos se excusó con cortesía y subió a su habitación. Aún le latía el pulso por el cruce de palabras con Alondra. Esa mujer era distinta. Salvaje. O peligrosa. O ambas cosas.

Abrió la puerta de su habitación… y se detuvo en seco.

Alondra estaba allí, sentada en su cama, con las piernas cruzadas y el mismo pantalón negro. Había dejado su copa de vino a medio terminar sobre la mesita.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Carlos, cerrando la puerta con cautela.

Ella no respondió de inmediato. Lo miró de arriba abajo, como si estuviera midiendo su fuerza.

—Solo quería asegurarme de que entendieras algo desde el principio.

Se levantó con suavidad, pero en su mano derecha llevaba algo metálico. Una pequeña navaja.

Carlos retrocedió un paso, sorprendido.

—¿Me vas a atacar?

—Solo si vienes a quitarnos lo que es nuestro —susurró, acercándose lo suficiente para que él sintiera su aliento cálido y el filo cerca del pecho—. No me importa de dónde vengas ni si tienes papeles que digan que te pertenece algo aquí. Esta tierra se defiende con sangre, ¿entendido?

Carlos tragó saliva. Su instinto le decía que no era solo una amenaza vacía. Pero en sus ojos vio algo más: rabia, sí… pero también miedo.

—No vine a robarles nada. Quiero saber por qué estoy aquí. Y quién soy para ustedes.

Ella sostuvo la mirada unos segundos más… luego bajó la navaja y le dio la espalda.

—Mejor que lo averigües rápido —murmuró mientras salía por la puerta—. Antes de que sea demasiado tarde.

La puerta se cerró con un golpe seco. Carlos se quedó solo, respirando hondo. Supo, en ese instante, que aquella mujer iba a cambiarlo todo.

---

Esa noche, Carlos Gutiérrez no pudo encontrar descanso. La inquietud lo devoraba por dentro, como un fuego lento que le quemaba el alma. Tras dar vueltas en la cama sin poder calmar su mente, decidió salir al fresco, buscando un respiro, aunque fuera efímero. Todo a su alrededor parecía un desafío.

Abrió la ventana con cuidado, dejando que la brisa nocturna acariciara su rostro. Sin pensarlo dos veces, salió al jardín, donde los bancos de madera tosca parecían esperarlo en silencio. Se sentó y levantó la mirada hacia el cielo, donde la luna llena brillaba con un fulgor casi burlón, como si celebrara su desdicha.

Intentó arrancar de su mente la imagen perturbadora de aquella mujer con la navaja en el cuello, su amenaza clavada como un puñal invisible.

—Está loca —se dijo—. ¿Cómo se atreve a amenazarme? No puedo quedarme aquí, mi vida vale más. Soy ingeniero, puedo empezar de nuevo, encontrar un camino lejos de esta tierra maldita. Sí, está decidido.

De pronto, un ruido lo sobresaltó: el motor de una camioneta que se apagaba. Se levantó de un salto y dio unos pasos ocultándose entre las sombras, cuando vio a Alondra y a una joven que la acompañaba salir tambaleantes del vehículo, ambas claramente ebrias. Un miedo inexplicable lo hizo buscar refugio para no ser descubierto.

Alondra cayó sobre uno de los bancos, y la otra mujer la siguió. Carlos no pudo evitar abrir la boca, entre asombrado y divertido, casi soltando una risita.

—Se cree mucho —musitó con cierto desprecio—. Por eso actúa así.

Pero entonces escuchó que nombraban a alguien.

—Sí, se llama Carlos —dijo Alondra—. Este nene capitalino llegó con papeles, con la esperanza marcada en la mirada. Y el insensato de mi padre lo acepta porque es hijo de un tal André, a quien él y mi madre amaban hasta el cielo.

—¿Y es lindo? —preguntó la otra, con voz arrastrada por el alcohol.

Alondra se tomó un trago profundo y contestó:

—La verdad, sí, muy lindo... si no fuera tan chichi... digo, tan... ay, que me duele... como niña de feria. Te digo, fuera un buen potro.

Las dos estallaron en carcajadas, libres y despreocupadas.

—Tiene unos ojos que parecen obra de los dioses, y una boca para besar, y está todo perfecto... pero niña, el condenado...

Siguieron riendo, y Carlos sintió cómo la pena le apretaba el pecho. Tragó saliva con dificultad y pensó:

—¿Así es como se refiere a mí? ¿Un buen potro? Se burla de mí, pero mañana mismo me iré de esta pesadilla.

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