Início / Otros / El desafío / Capítulo 5: El Regreso Silencioso
Capítulo 5: El Regreso Silencioso

El camino de regreso no fue igual que el de ida. Esta vez Carlos Gutiérrez no era el mismo hombre que había subido a esa camioneta deseando escapar. Ahora, mientras el vehículo avanzaba lento entre los caminos bordeados de monte y piedra, algo en su interior empezaba a cambiar, aunque él aún no supiera nombrarlo.

El sol comenzaba a calentar la tierra. La neblina se disipaba, y los primeros rayos de luz se colaban entre las ramas secas de los tamarindos. Carlos tenía los codos apoyados en las piernas, la mirada clavada en el suelo del vehículo, y una pelea interna golpeándole el pecho.

"¿Quién soy lejos de esto? ¿Un nombre en un papel? ¿Un título en un diploma roto? ¿Y si lo que vine a buscar está aquí... donde menos lo esperaba?"

Juan Pablo no dijo palabra. Lo dejaba pensar, como quien sabe que el silencio también siembra decisiones.

—¿Manuela es su madre? —preguntó Carlos, sin levantar la mirada.

—¿La de Alondra? —respondió Juan Pablo—. No, señor. Manuela es su tía. La hermana menor de Doña Magdalena, que en paz descanse. Alondra tenía catorce años cuando su madre murió. Desde entonces, fue Manuela quien le enseñó lo que pudo... pero la niña creció sola, con un carácter que la vida le afiló como navaja.

Carlos sintió que algo se removía en su pecho. No era compasión. Era comprensión... y respeto.

—¿Y su padre?

—Don Emiliano ha hecho lo que ha podido, pero usted lo ha visto. No es de hablar mucho. Desde el accidente, ya no es el mismo. Camina con la rabia dormida en los huesos, pero tiene el corazón bueno. Aunque nunca lo diga, Alondra es su orgullo... y también su dolor.

Carlos guardó silencio. El viento entraba por la ventana abierta, trayendo consigo el olor de las flores del cafetal y algo más... un presentimiento. Una inquietud que se parecía demasiado a las ganas de quedarse.

—Vamos a detenernos aquí —ordenó de pronto—. No quiero regresar aún a la casa. Déjame en ese viejo almacén. Quiero pensar.

Juan Pablo frenó sin preguntar.

—¿Y si preguntan por usted?

—Diles que me fui. Que seguí camino. Nadie debe saber que estoy aquí.

Juan Pablo asintió. Le pasó una manta, un termo con café caliente y una mirada de complicidad.

—Aquí lo dejo. Pero joven... si decide quedarse, no lo piense tanto. La tierra llama, aunque uno no sepa qué voz es la que escucha.

Carlos bajó, observó el viejo almacén de madera semiabandonado, rodeado de piedras y hierba alta. Era un lugar rústico, olvidado... pero perfecto para pensar.

Se sentó en una piedra plana, con el café entre las manos. El calor del vapor le subía al rostro, y por un instante se sintió niño otra vez, como cuando acompañaba a su abuelo a los campos de cacao.

Recordó el olor del barro mojado, las botas sucias, la risa fácil de los hombres sencillos. Recordó cosas que creía perdidas, y se preguntó si no había algo en él que pertenecía a esta tierra más de lo que pensaba.

"Tal vez vine huyendo de mí mismo", pensó.

Se pasó una mano por el cabello y cerró los ojos. El silencio del campo era distinto al de la ciudad. Allá, el silencio era soledad. Aquí, era vida. Sonaban grillos, pájaros, ramas, hojas. Todo hablaba... de forma suave, sin apuros.

"Alondra...", susurró para sí.

Pensó en ella. En su voz ronca, en sus risas ebrias, en su forma brutal de decir la verdad. En la herida detrás de sus ojos. En lo injusta que había sido, pero también en lo sola que debía sentirse en un mundo de hombres que siempre la habían querido someter.

"Quizás por eso me odia. Porque piensa que soy otro más que viene a quitarle lo que ha defendido con uñas y sangre."

Apretó los dientes. Parte de él quería irse, dejarlo todo. Pero otra parte... la parte que dolía más... deseaba quedarse. No por dinero. No por tierras. No por apellido.

Sino por orgullo.

Por demostrarle que no todos los hombres la abandonaban. Que no todos eran cobardes.

Se levantó y caminó hacia el fondo del almacén, donde una vieja silla de madera seguía en pie. Se sentó y escribió unas notas en una libreta que llevaba en el bolsillo. Hacía años que no escribía nada personal, pero ahora sentía que necesitaba hacerlo.

"Me quedo. Aunque no lo sepa ella, aunque me lo niegue yo. Me quedo. Porque hay algo aquí que me pertenece... y no es una tierra ni una herencia. Es una historia que aún no se ha escrito."

Después de que Carlos partió, la casa quedó en un silencio extraño, como si el aire mismo se hubiera detenido. Alondra se asomó por la ventana del pasillo y vio el rastro de polvo que levantaba la camioneta alejándose.

—¿Ya se fue? —preguntó con frialdad.

Don Emiliano, que había escuchado sus pasos, no tardó en responder:

—Sí. Y si se fue fue por tu carácter.

Alondra se giró bruscamente.

—¿Y ahora resulta que tengo la culpa de todo?

—No te estoy culpando —dijo su padre, dejando el sombrero en la mesa—, pero a veces deberías aprender a contener ese genio. No todo se resuelve a gritos ni con pistola en mano, Alondra.

—No grité —dijo ella, aunque sabía que sí lo había hecho—. Solo fui honesta.

—A veces la verdad se dice con silencio, hija. Te pareces tanto a tu madre...

Alondra apretó los labios. No dijo nada. Manuela, que venía subiendo con una canasta de limones, escuchó el final de la conversación.

—Déjala, Emiliano —dijo ella—. A veces la fuerza viene envuelta en espinas, pero eso no la hace menos noble. Alondra tiene corazón, aunque lo guarde como secreto.

Más tarde, Alondra fue a buscar a Lía. Le urgía hablar, desahogarse. Caminaron por el campo hasta llegar a los establos. Cada una montó su caballo. El sol estaba alto, pero el aire era fresco.

—¿Y entonces? —preguntó Lía—. ¿Qué pasó con el señorito Gutiérrez?

—Se largó. Parece que no soportó la idea de que una mujer le dijera la verdad. Pero mejor así.

—¿Y por qué lo dices con esa cara de coraje? —rió Lía.

—Porque... no sé. Es como si me hubiera fallado. Pensé que era distinto.

—¿Distinto a quién?

Alondra no respondió. En cambio, espoleó su caballo.

—Vamos al galpón viejo —dijo—. Anoche vi luz desde mi ventana.

—¿Crees que hay alguien allí?

—Quizá un ladrón. O algún tonto buscando refugio.

Cabalgaban juntas, con las trenzas sueltas al viento, riendo a medias, sintiéndose niñas de nuevo. Alondra se sentía mejor con Lía. Más liviana.

Cuando llegaron al almacén abandonado, todo parecía tranquilo. Pero un movimiento entre la hierba seca las alertó.

—¡Shh! —susurró Alondra—. Mira eso.

Ambas bajaron de los caballos en silencio. Se acercaron con cautela. Y allí, tendido en medio del pasto, con una mochila por almohada y el sombrero cubriéndole el rostro, dormía plácidamente Carlos Gutiérrez.

—¡¿Pero qué diablos?! —murmuró Lía, conteniendo la risa.

—Así que este era el ladrón... —dijo Alondra, cruzándose de brazos.

Carlos se sobresaltó al oír voces y se incorporó de golpe.

—¡¿Qué...?! ¿Dónde estoy?

Alondra, con media sonrisa burlona, soltó:

—Buenos días, señor Gutiérrez. ¿Soñaba con tierras ajenas o con mujeres bravas?

Carlos la miró, todavía entre la confusión y la vergüenza, y de pronto soltó una carcajada.

—No sé... pero si era un sueño, era más tranquilo que esto.

Lía no pudo contenerse y se rió también.

—¡Pues con ese humor no parece que la ciudad lo haya recibido! —dijo ella.

—No llegué a la ciudad —admitió él, sobándose el cuello—. Cuando iba camino al pueblo me arrepentí. Y regresé sin saber bien por qué.

—¿Y decidió dormir entre culebras y rastrojo? —preguntó Alondra, aún con tono burlón.

—Me parecía mejor que dormir bajo el mismo techo de alguien que quiere dispararme.

Alondra sonrió sin querer. Pero no lo dejó ver.

—¿Y qué piensa hacer ahora?

—Pensaba vender mi parte. Pero... ahora no estoy tan seguro.

—Pues si quiere quedarse, tendrá que trabajar —dijo ella—. Aquí nadie vive de la sombra de su apellido.

—¿Es una invitación o una advertencia?

—Es una advertencia envuelta en cortesía.

Carlos se levantó, sacudiendo su ropa. Las miró con más calma. Ya no era el joven altivo que llegó la semana pasada. Había en él una especie de humildad... o tal vez cansancio.

—Entonces... ¿cuándo empiezo, patrona?

Lía soltó una carcajada sonora y Alondra, por primera vez, lo miró sin desprecio.

—Mañana a primera hora. Si no se vuelve a quedar dormido entre las matas —dijo ella, girando el caballo.

Carlos sonrió. Algo en esa sonrisa era distinta. Más honesta. Tal vez era el inicio de algo nuevo… o el regreso de algo que nunca comenzó del todo.

Continue lendo este livro gratuitamente
Digitalize o código para baixar o App
Explore e leia boas novelas gratuitamente
Acesso gratuito a um vasto número de boas novelas no aplicativo BueNovela. Baixe os livros que você gosta e leia em qualquer lugar e a qualquer hora.
Leia livros gratuitamente no aplicativo
Digitalize o código para ler no App