A la mañana siguiente, Carlos salió con su equipaje hasta la sala principal. Don Emiliano lo esperaba, y al ver las maletas, se quedó un momento en silencio, sorprendido.
Carlos Gutiérrez tenía el rostro pálido, los ojos marcados por el desvelo. Manuela lo saludó con una sonrisa cálida. —Ven, siéntate. El desayuno está listo —dijo con dulzura. —Gracias, es usted muy amable —respondió Carlos—. Pero antes, quisiera pedirles un favor. —Lo que digas, hijo —intervino Don Emiliano—. Esta es tu casa. Somos tu familia ahora. Carlos se sentó a la mesa, aunque apenas tocó el desayuno. Luego, con voz baja, dijo: —Después del desayuno, me gustaría regresar al pueblo. —¿Necesitas algo? —preguntó Don Emiliano, preocupado—. Puedo mandar a uno de los muchachos. —No, gracias. Me regreso a la ciudad —dijo Carlos con tono cansado—. Es verdad que las empresas Gutiérrez están en quiebra, pero saldré adelante con mi padre. De corazón, gracias por todo. Don Emiliano se puso serio. Sus ojos se entrecerraron como si midiera con cuidado cada palabra. —¿Alondra te amenazó? Carlos dudó. Sentía que no debía decir nada. Bajó la mirada y negó suavemente con la cabeza. —No, don Emiliano. Solo... creo que este no es mi lugar. —Está bien —respondió el hombre—. Pero si algún día decides volver, aquí tienes un hogar. Y si tú o tu madre necesitan algo, escribe una carta al padre Miguel; él sabrá hacerla llegar. Media hora después, entró un joven alto, de rostro franco y manos de campesino curtidas por el sol. Don Emiliano le encomendó llevar a Carlos al pueblo. Al despedirse, Carlos sintió cierto alivio al creer que no volvería a ver a esa mujer de mirada intensa y palabras filosas. Subió a la camioneta, una vieja pero bien cuidada 4x4. El joven lo miró por el retrovisor con una sonrisa y dijo: —Un hombre de verdad no le teme a una hembra, señor. Y mientras más bravas, mejor quieren. Carlos soltó una risa amarga. —Esa señorita no es brava... es una guerra. Y no pretendo perder mi vida en esta tierra. —No la va a perder —respondió el joven—. Alondra no es mala, solo está herida. Ella sacó esta hacienda adelante cuando todo parecía perdido. Es normal que esté a la defensiva... pero piense, patrón. —No me digas así. Soy Carlos Gutiérrez. —Juan Pablo, para servirle. Y ya todos sabemos que usted es dueño de la mitad de todo esto. Don Emiliano lo confirmó. Y si no quiere quedarse para siempre... por lo menos venda su parte. —No creo que valga la pena —respondió Carlos sin entusiasmo. Juan Pablo giró la cabeza con asombro. —¿No vale la pena? Joven, estas tierras valen más de lo que imagina. Las últimas hectáreas de Las Cumbres se vendieron a 25 mil dólares cada una, y usted tiene más de ciento cincuenta. Sin contar las aguadas, los potreros... y la casa vieja, que está construida sobre cimientos de piedra de cantera. Aquí hay oro... aunque no se vea. Carlos lo miró de reojo, y por primera vez en días, algo parecido a la duda le cruzó la mente. Calculó mentalmente. La cifra era alta... mucho más de lo que habría imaginado. Más que suficiente para levantar de nuevo el apellido Gutiérrez. El silencio reinó durante unos minutos. El motor ronroneaba mientras el campo pasaba frente a ellos, inmenso y vivo. Carlos suspiró. Algo dentro de él, algo profundo, le decía que quizás... solo quizás... aún no era momento de marcharse. La camioneta avanzaba entre los caminos de polvo y piedras, mientras el sol comenzaba a trepar por el cielo. Carlos mantenía la vista fija en el horizonte, pero su mente estaba atrapada en las palabras de Juan Pablo: "Aquí hay oro... aunque no se vea." El silencio entre ambos se volvía espeso, incómodo. Carlos pensaba en su madre, en su padre arruinado, en su apellido herido... y en esos ojos de mujer salvaje que lo desafiaron sin miedo. “¿Y si no huyo?”, pensó. “¿Y si enfrento esto como hombre?” Juan Pablo miró de reojo, como si pudiera leerle el pensamiento. —Podemos dar la vuelta si quiere, joven. La tierra no se le va a escapar... pero el momento sí. Carlos tragó saliva. Había venido como heredero, se había sentido extranjero... pero ahora, por primera vez, se sentía parte de algo. —Detente —dijo de pronto, con firmeza. Juan Pablo frenó sin preguntar. Carlos bajó lentamente. El aire del campo le golpeó el rostro con fuerza, como una cachetada que lo despertaba. —Vamos a volver —dijo—. Pero despacio. Quiero pensar. Y no quiero que nadie sepa que regresé... aún. Juan Pablo sonrió. —Ya verá, joven. Aquí lo que cuesta es quedarse, pero vale la pena. La camioneta avanzaba lentamente entre los caminos polvorientos. El sol apenas comenzaba a asomarse por los lomos de las colinas, y una neblina ligera cubría los sembradíos como un suspiro húmedo de la madrugada. Carlos iba callado. Sus manos, crispadas sobre las rodillas, no encontraban descanso. A su lado, Juan Pablo conducía con la mirada puesta al frente, dejando que el silencio hiciera su parte. Las palabras que el joven había dicho poco antes seguían rebotando en la cabeza de Carlos como piedras: "Estas tierras valen más de lo que imagina." "Aquí hay oro, aunque no se vea." Cerró los ojos unos segundos. Pensó en su padre, en los años de esfuerzo, en las reuniones frías en la ciudad y los negocios que jamás dieron fruto. Pensó también en su madre, en cómo le había suplicado que viniera a ver qué quedaba del viejo legado de los Gutiérrez. Y pensó en él mismo, en ese hombre cansado que se había querido marchar con la primera herida. Pero lo que más le pesaba eran los ojos de Alondra. No por dulces, sino por salvajes. Porque lo desnudaron con una mirada y lo enfrentaron sin pestañear. Porque, por más que le doliera admitirlo, esa mujer lo había hecho sentir pequeño... y vivo. —Podemos dar la vuelta si quiere, joven —dijo Juan Pablo con voz tranquila, sin mirarlo—. La tierra no se le va a escapar... pero el momento sí. Carlos apretó los labios. Abrió la puerta y bajó de la camioneta. Se quedó de pie un rato, respirando el aire del campo, que tenía olor a tierra húmeda, a vida, a cosas que no se pueden comprar. —Detente —dijo por fin—. Vamos a volver. Juan Pablo sonrió sin sorpresa. Dio la vuelta con calma, mientras Carlos subía de nuevo. —Pero despacio —añadió Carlos—. Quiero pensar. Y no quiero que nadie sepa que regresé... aún. —Como diga, don Carlos. —No me llames don. Soy solo un hombre más... un hombre que no sabe si quedarse o huir otra vez. La camioneta tomó otro camino, bordeando el sendero de los naranjos, donde los árboles aún sostenían gotas de rocío. El viento jugaba entre las hojas, y un canto lejano de gallos les marcaba el ritmo de regreso. Carlos miraba por la ventana. Ya no con los ojos de un extraño, sino con los ojos de alguien que empieza a buscar raíces. Notó detalles que antes le habían sido invisibles: una cerca rota que alguien había reparado con alambre; las piedras marcadas con cal para indicar el terreno fértil; una vieja bicicleta colgada de un árbol, como si el tiempo hubiese olvidado a su dueño. —¿Cómo es Alondra? —preguntó de pronto. Juan Pablo levantó las cejas, pero respondió sin dudar: —Es dura. No le tiembla el pulso para tomar decisiones. Cuando murió su madre, fue ella quien tomó las riendas de la hacienda. Don Emiliano estaba en cama por el accidente, y muchos pensaron que todo se iría a pique... pero ella no dejó que eso pasara. —¿Y por qué es tan desconfiada? —Porque ha perdido más de lo que usted imagina. La traicionaron socios, amigos, un prometido que la dejó por otra... y hace poco casi pierde estas tierras por un juicio sucio. Por eso no confía en nadie. Pero no es mala, don Carlos. Solo está cansada de ser fuerte todo el tiempo. Carlos volvió a guardar silencio. Sus pensamientos eran como caballos salvajes, corriendo en todas direcciones. —¿Y qué pasaría si yo decidiera quedarme? —preguntó. —Pasaría que más de uno no lo creería. Y Alondra, bueno... lo retaría a diario. Pero también lo respetaría, si demuestra tener sangre en las venas. Aquí no se valora el apellido ni los estudios. Aquí vale quien se ensucia las manos sin quejarse. Carlos asintió. Por dentro, algo comenzaba a cambiar. Sentía una extraña mezcla de miedo, orgullo y deseo. No quería admitirlo, pero lo sentía: el deseo de quedarse. De demostrar algo, aunque no supiera bien a quién. ¿A su padre? ¿A Alondra? ¿A sí mismo? Llegaron a un viejo almacén abandonado, que Juan Pablo usaba como refugio cuando iba a cazar iguanas. Bajaron de la camioneta y Carlos le pidió quedarse allí unas horas. —Necesito pensar, Juan Pablo. No le digas a nadie que volví. —Palabra de hombre —dijo el joven, y le tendió una cantimplora de agua. Carlos se sentó en una roca, mirando las montañas que se alzaban a lo lejos, imponentes, como testigos silenciosos. Cerró los ojos y sintió el peso del mundo... pero también una chispa, una pequeña chispa que, si no la apagaba, podía convertirse en fuego. Y por primera vez desde que había llegado, no sintió que estaba huyendo. Sentía que estaba tomando una decisión.