Los aplausos aún resonaban en el bar cuando Alondra bajó de la tarima. Su sonrisa seguía pintada, pero sus ojos, al mirarlos de cerca, tenían un brillo distinto… como de quien se refugia en la fiesta para no pensar demasiado.
Carlos la observaba desde su mesa, con el vaso en la mano y el corazón latiendo un poco más rápido de lo que él mismo quería admitir. El joven que la acompañaba se inclinó para susurrarle algo al oído, y Alondra soltó una carcajada que llamó la atención de media cantina.
De pronto, el aire cambió.
La puerta del bar se abrió con un golpe fuerte, y el murmullo habitual se apagó poco a poco. Solo quedó el sonido del piano, que el músico tocaba ya casi en automático.
En el marco de la entrada apareció un hombre alto, de sombrero oscuro y chaqueta de cuero. No dijo una palabra. Sus botas resonaron contra el suelo de madera mientras avanzaba despacio, como si cada paso fuera medido.
Alondra lo vio y, por un instante, dejó de sonreír.
—Por la Virgen… —susurró Lía, que h