La mañana siguiente era sábado, día de descanso para los trabajadores de la hacienda.
Carlos se levantó temprano, como en los días anteriores. Al salir al corredor, no vio a Alondra. El aire fresco de la mañana traía el olor de la tierra húmeda y el canto de los gallos que anunciaban otro día en el campo.
Se sentó en una silla de madera, mirando el horizonte. Don Emiliano se le acercó con una taza de café humeante y se la tendió. Compartieron sorbos y una que otra charla sobre su juventud, recordando viejos tiempos y la amistad que él había tenido con Andrés Gutiérrez, el padre de Carlos.
Pasó un buen rato de conversación tranquila, hasta que un obrero apareció al galope sobre un caballo sudado. Se detuvo bruscamente, casi sin aliento.
—Don Emiliano… —jadeó— la señorita Alondra… va a cometer una desgracia.
Emiliano frunció el ceño, se mordió los labios y preguntó con voz dura:
—¿Qué estás diciendo? ¿Y Juan Pablo, dónde está?
—No lo sé, patrón… pero hay que evitarlo. Está en camino a L