La mañana transcurría con el ajetreo propio de la hacienda. En la cocina, Manuela servía el almuerzo cuando, de repente, un plato resbaló de sus manos y se estrelló contra el suelo. Los vidrios se esparcieron por todo el lugar con un sonido seco que hizo callar a todos por un instante.
—Mala suerte… —murmuró Marisol, la joven criada que la ayudaba.
Manuela se giró rápidamente, frunciendo el ceño.
—No digas esas cosas, muchacha. Dios nos guarde de lo malo.
Marisol asintió en silencio y, con una escoba, comenzó a limpiar los vidrios, aunque en el ambiente quedó flotando una extraña sensación, como si aquel accidente fuera un mal presagio.
Mientras tanto, en su habitación, Alondra se preparaba para salir. Abrió el armario y escogió un atuendo sencillo pero fuerte: una camisa de cuadros azul, un pantalón negro ceñido y sus botas de montar. Se colocó el sombrero y, al mirarse en el espejo, una inquietud se apoderó de ella. Algo en su interior le decía que el día no sería como los demás.
—¿