Sofía condujo sin detenerse hasta el penthouse que su abuelo le había dejado en herencia antes de morir. Estacionó el auto en el sótano y se obligó a entrar al ascensor, aunque cada paso le pesaba como si llevara el mundo entero sobre los hombros.
Al abrir la puerta, dejó su pequeño bulto junto a la entrada. Su mirada recorrió el lugar y, de inmediato, una oleada de recuerdos la golpeó. Allí había vivido antes de casarse, llena de ilusiones por el futuro que pensaba construir con Brian. Jamás imaginó que regresaría a ese lugar en esas circunstancias. En más de una ocasión pensó en venderlo, pero agradecía no haberlo hecho. Ahora se convertía en su único refugio.
Esa noche apenas pudo dormir. El dolor y la rabia se mezclaban en su pecho como un nudo imposible de desatar.
A la mañana siguiente, apenas amaneció, se levantó de la cama sin perder un segundo. Se duchó, se puso un vestido de verano y tomó su bolso y las llaves del auto. No estaba dispuesta a seguir atada a Brian ni un día más. Tenía que ponerle fin a todo aquello de inmediato.
Manejó hasta el despacho de la abogada de la familia. Al llegar, estacionó el BMW y entró en la oficina. Jimena, su amiga de confianza desde hacía años, se sorprendió al verla.
—Sofía… qué milagro. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó, esbozando una sonrisa.
Sofía fue directa, sin rodeos:
—Este es un asunto importante y necesito que lo mantengas en secreto. Quiero que empieces los trámites de divorcio. Lo antes posible. Y que nadie se entere, por ahora.
Jimena la miró con el ceño fruncido, incapaz de ocultar su sorpresa.
—¿Divorciarte de Brian? Sofía… ¿estás segura? Sabes que se pueden resolver las cosas. Pueden ir a terapia…
Sofía respiró hondo, conteniendo las lágrimas que amenazaban con traicionarla.
—Ojalá fuera solo eso, Jimena… —su voz se quebró apenas un instante, pero luego recuperó firmeza—. No puedo seguir casada con un hombre que vive bajo mi techo mientras otra mujer, embarazada de cuatro meses, espera un hijo suyo.
Un silencio espeso llenó la oficina. Jimena la miró fijamente, y en sus ojos se apagó la intención de seguir aconsejando. Había comprendido que aquello no era un simple problema de pareja, sino una herida profunda que ya no tenía remedio.
—Está bien… —dijo al fin, con un tono serio y pausado—. Haré lo que me pides. Empezaré los trámites de inmediato.
Luego le extendió unos documentos.
Jimena, al verla firmar sin dudar, preguntó en voz baja: “¿De verdad no quieres ni un centavo de él? ¿Ni siquiera esa villa que compartís en papeles?”
Sofía se quitó las gafas, se frotó el puente de la nariz (los ojos detrás de los cristales, tan afilados como los de un halcón): Cuando mi abuelo me dejó la inmobiliaria familiar en el testamento, me dijo: ‘El dinero de los Valtieri es sucio’.” Sus dedos pasaron por la cláusula de “sin reparto de bienes” en el documento, y sonrió con frialdad: ellos creían que sin Brian no podría vivir… qué risa.
Tras dejar claros los puntos y firmar los documentos iniciales, Sofía se marchó del bufete. No notó que, a unos metros, alguien la estaba fotografiando.
Lo que no imaginaba era que esas imágenes se convertirían en la chispa que encendería un nuevo incendio en su vida.
Cuando Sofía volvió al penthouse, dejó caer el bolso en cualquier rincón y se desplomó en el sofá. Sentía el cuerpo pesado, como si el alma misma quisiera abandonarla. No podía creer que, después de todo, realmente estuviera divorciándose de Brian.
Por más que intentara negarlo, el dolor seguía ahí, ardiéndole en el pecho como una llama que no se apagaba , aunque todo en su vida se había roto, aunque la traición estaba a la vista de todos, no podía arrancarse de dentro ese amor que aún sentía por Brian.
Lo amaba… y ese era su castigo.
Pero en lo más profundo de sí, donde la razón aún tenía un pequeño rincón, sabía que alejarse era lo único que podía salvarla, aunque el corazón se negara a aceptarlo.
El timbre de la puerta interrumpió sus pensamientos. Se obligó a levantarse y caminar hacia la entrada. Apenas abrió, su padre, Maxin, irrumpió sin pedir permiso y le arrojó un periódico al rostro. Detrás de él, Hanna, su hermana, sonreía con burla.
—¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves a avergonzarnos así! —gritó Maxin, su voz retumbando en las paredes.
Sofía levantó el periódico. En la portada, una foto suya saliendo del despacho de Jimena, acompañada de un titular que parecía una daga: “Brian Valtieri volvió apenas ayer del extranjero y su esposa ya visita un bufete de abogados. ¿Se avecina un divorcio?”
Sintió un vuelco en el estómago. Aquello debía ser un secreto… y ahora estaba en boca de todos.
—Papá, esto no es verdad… —intentó defenderse—. Solo fui a visitar a Jimena, sabes que somos amigas.
—¿Todavía tienes el descaro de mentirme? —rugió Maxin, y sin previo aviso, le cruzó la cara con una bofetada tan fuerte que la hizo caer al suelo.
—Hablé con Jimena —continuó él, sin un atisbo de compasión—. Y me dijo claramente que pediste el divorcio. Dime… ¿cómo te atreves a divorciarte de Brian?
Sofía sintió que las lágrimas le ardían en los ojos, pero no se contuvo más.
—¡Papá! Mi marido llegó a mi casa con una mujer embarazada… ¿entiendes? ¡Una mujer embarazada de cuatro meses! Va a tener un hijo suyo… ¿cómo quieres que siga soportando esta humillación? ¡Dime cómo!
—¡Insensata! —escupió Maxin con desprecio—. Si Brian tiene a otra mujer, es por tu culpa… por ser incapaz de retenerlo, por no saber comportarte como una verdadera esposa. Siempre has sido una inútil, y ahora cosechas lo que sembraste.
Esas palabras fueron como un golpe invisible. Sofía sabía que no era cierto, que había dado todo por su matrimonio, pero escuchar a su propio padre culparla le rompió algo más por dentro.
—Papá, hubiera sido mejor que yo me hubiera casado con Brian —intervino Hanna, con una sonrisa de suficiencia—. Así no estaríamos pasando esta vergüenza. Yo, sin duda, lo habría tenido comiendo de mi mano.
Sofía la miró con rabia contenida. Hanna siempre la había detestado. Desde niñas, su madrastra se había encargado de envenenar su relación. Aquella mujer se había metido con su padre poco después de la muerte de su madre, y Sofía sospechaba que su relación venía de antes. El hecho de que su abuelo le hubiera dejado la herencia a ella en lugar de Hanna había alimentado aún más ese odio.
—Vas a volver a esa casa y le vas a pedir perdón a Brian —ordenó Maxin con voz dura.
Sofía se incorporó con rapidez, todavía con el ardor de la bofetada en la mejilla.
—¡No! No volveré a esa casa… ¡ni aunque me mates!
—Claro que lo harás. Y será ahora mismo —bramó él, tomándola con fuerza del brazo.
—¡Papá, suéltame! —gritó, intentando zafarse, pero él no la escuchó.
Con una fuerza brutal, la arrastró hacia la salida. Sofía pataleó, intentó resistirse, pero era imposible. Maxin era más fuerte. En cuestión de segundos, la sacó del apartamento y la empujó hacia el pasillo, ignorando sus súplicas.
Ese camino forzado hacia el auto le pareció interminable. Y lo peor no era el dolor en su brazo, sino la certeza de que la estaba llevando directo al lugar del que había jurado escapar.
Cuando llegaron a la mansión Valtieri, Sofía se aferró al marco de la puerta, resistiéndose con todas sus fuerzas. No quería volver a pisar ese lugar, pero la mano de hierro de Maxin terminó arrastrándola al interior como si fuera un objeto sin voluntad.
En la sala, Anna, Valentina y Sonia estaban sentadas, disfrutando de una conversación trivial, cuando la escena irrumpió ante sus ojos. Maxin no se detuvo; con un empujón, la hizo caer al suelo.
—La he traído de vuelta —anunció con voz fría y autoritaria, cada palabra cargada de amenaza—. Ahora, esta insensata se pondrá de rodillas y le pedirá perdón a Brian… aquí y ahora.
Sofía, en el piso, intentó incorporarse, pero las lágrimas le nublaban la vista. Quería ser fuerte, levantar la cabeza con dignidad, pero la humillación le quemaba la piel. Su pecho subía y bajaba de forma irregular, y sentía que cada respiración era un esfuerzo enorme.
El silencio se rompió con una voz grave.
—¿Qué está pasando aquí?
Sofía levantó la mirada y lo vio: Brian Valtieri, de pie al final de la escalera, mirándola con esos ojos fríos que parecían atravesarla. No había en su rostro sorpresa ni compasión, solo una severidad gélida que le erizó la piel.