Sofía permaneció arrodillada bajo la lluvia, sin saber cuánto tiempo había pasado. El frío se le había metido hasta los huesos, sus manos estaban entumecidas y las rodillas le ardían por el tiempo que llevaba en esa posición. Sentía que, si se levantaba, su cuerpo no la sostendría.
Fue entonces cuando vio a Greta, la ama de llaves, acercarse con paso apresurado.
— Señora… levántese, por favor. El señor la espera en el estudio. Quiere hablar con usted.
Sofía apenas pudo reaccionar. Greta tuvo que ayudarla a ponerse de pie, y aun así, sus piernas temblaban como si fueran de papel. Cada paso que daba hacia el interior de la mansión le parecía eterno. El pasillo se sentía más largo que nunca, y su respiración seguía siendo inestable.
Cuando abrió la puerta del estudio, lo vio allí. Brian estaba sentado , con una postura erguida e imponente. Sus ojos, fríos como el hielo, la observaron sin un atisbo de calidez.
—Entra —ordenó, sin levantar la voz, pero con un tono que pesaba como una sentencia.
Sofía dio un par de pasos, sintiendo que el corazón le latía con fuerza en el pecho. Todavía no podía creer que él hubiera confiado en las palabras de Anna, pero en el fondo sabía que no podía esperar otra cosa: él la quería a ella, iba a tener un hijo suyo… jamás le creería a ella.
Aun así, reunió el valor para hablar.
—Escucha, Brian… yo no la empujé a la piscina. No lo hice.
Él arqueó una ceja con desdén.
—¿Estás insinuando que Anna miente? ¿Que se lanzó por voluntad propia estando embarazada? ¿De verdad crees que soy tan estúpido como para creerte? —sus palabras eran cuchillas, y cada una se clavaba en el pecho de Sofía—. Eres la mujer más despreciable que he conocido.
Sofía retrocedió un paso, como si sus palabras la hubieran empujado físicamente. El rostro se le puso pálido, y sus manos comenzaron a temblar, pero él seguía mirándola con esa frialdad que la desarmaba por dentro.
—Más te vale que esto no vuelva a ocurrir —continuó Brian, con un tono cortante—. Lo dejaré pasar esta vez, pero si sucede otra vez… te juro que no tendrás escapatoria.
Él se recostó en la silla con aire autoritario.
—Anna y yo viviremos aquí, y no quiero que te acerques a ella bajo ningún motivo. Tampoco quiero que el abuelo se entere de lo ocurrido. No nos divorciaremos… por el momento. Sería bochornoso para ambas familias.
Sofía lo escuchaba con una mezcla de incredulidad y rabia. ¿Acaso pretendía que ella viviera bajo el mismo techo que su amante, como si nada? ¿Y encima le exigía silencio?
Apretó los puños con fuerza y se puso de pie.
—¿Cómo te atreves, Brian? —su voz temblaba, pero no de miedo, sino de indignación—. ¡Yo soy tu esposa, no esa mujer! ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¡Llevo esperándote tres años y regresas del brazo de otra como si nada!
Las lágrimas comenzaron a correrle por el rostro. No podía detenerlas. No podía contener más el dolor.
Brian la observó como si fuera una ilusa que no entendía nada.
—No me vengas con eso, Sofía. ¿De verdad creíste que me casé contigo por amor? No seas ingenua. Jamás me has importado.
Su voz no tembló ni un segundo.
—Anna ha sido todo para mí desde mucho antes de que nos casáramos. Fuiste tú la única que se inventó una historia en su cabeza. Si quieres reclamarme como tuyo… me temo que no tengo esos sentimientos por ti.
Cada palabra era un golpe más fuerte que el anterior, pero Brian aún no había terminado.
—Cumplí tu deseo y el de mi abuelo al casarme contigo. Conformate con eso, Sofía.
Ella sintió que algo dentro de sí se rompía para siempre. Lo miró, buscando en sus ojos algún rastro del hombre que había amado. No encontró nada. Solo quedaba ese rostro frío, incapaz de compasión.
—Lo único que siento —dijo él con voz grave— es no haberme librado de ti antes.
El golpe de aquellas palabras le atravesó el pecho. Por un instante, creyó que caería al suelo pero se obligó a mantenerse de pie .
Sofía lo observó salir del estudio, dejándola atrás como si no fuera nada, como si su presencia careciera de valor. Sentía el pecho vacío, como si le hubieran arrancado el corazón. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, pero se las secó de inmediato. No iba a permitir que él, ni nadie, la viera rota.
Si Brian creía que ella aguantaría esa humillación, si pensaba que podía venir a dictarle órdenes como si fuera un objeto sin voz ni valor, estaba muy equivocado. No iba a quedarse allí para ser testigo de cómo él vivía su romance bajo el mismo techo que ella.
Con pasos firmes, salió del estudio y subió a su habitación. El silencio de la casa parecía amplificar los latidos acelerados de su corazón. Abrió el armario y comenzó a preparar un pequeño bulto con la ropa necesaria. Sus manos temblaban, pero no por miedo, sino por la mezcla de rabia y dolor que la consumía.
Abrió el cajón inferior del tocador, sus dedos rozaron un título de acciones con letras doradas: antes de morir, su abuelo había transferido en secreto el 30% de la empresa familiar a su nombre, un secreto que ni siquiera su padre Maxim conocía. Doblando el documento con cuidado, lo guardó en una bolsa de terciopelo junto con su pasaporte y su tarjeta bancaria privada.
Durante todos estos años nunca usó el dinero de Brian; el fondo fiduciario que le dejó su abuelo bastaba para vivir con más dignidad que nadie, pero nunca había pensado en usar esa seguridad económica para enfrentarse a él.
Al bajar la mirada, Miró el anillo en su dedo. No era más que una sencilla banda de plata, comprada en una de esas tiendas insignificantes . Brian se lo había dado antes de la boda, solo como una manera rápida de cumplir con el compromiso. Aun así, ella lo apreciaba.
Un nudo se formó en su garganta. Con un impulso cargado de rabia y dolor, se lo arrancó de un tirón, como si el metal le quemara la carne. El chasquido seco al desprenderse fue casi liberador. Sin pensarlo, lo lanzó lejos, con tanta fuerza que rebotó contra la pared antes de desaparecer entre las sombras de la habitación.
En su interior, una parte de ella quería creer que, al deshacerse de ese anillo, también se desprendía de todo lo que él le había hecho… pero sabía que las cicatrices que Brian le había dejado no desaparecerían tan fácilmente.
Tomó el bolso con sus pertenencias y salió de la habitación. Bajó las escaleras con la cabeza en alto, pero no tardó en encontrarse con Sonia y Valentina, que parecían estar esperándola.
—Mira, mamá… —dijo Valentina, con una sonrisa venenosa—. Al fin se marcha. Qué bueno que mi hermano la echó después de lo que le hizo a Anna. Sin duda eres una zorra. Jamás pensé que pudieras ser tan mezquina.
Sonia, con los brazos firmemente cruzados sobre el pecho y una expresión cargada de desdén, dio un paso al frente.
—Que se largue de una vez… —espetó con frialdad—. Y ojalá no vuelvas nunca a esta casa. Malagradecida.
No había ni una pizca de afecto o respeto en su voz, solo desprecio puro, como si su existencia fuera una mancha que había que borrar.
Las palabras de su suegra y su cuñada eran como espinas clavándose en su piel, pero Sofía no les daría el placer de verla doblegarse. Se mantuvo firme, con la mirada al frente. No iba a justificar su partida ni a explicar la verdad. Sabía bien por qué se marchaba, y lo hacía por decisión propia.
No estaba dispuesta a seguir soportando que la pisotearan. Era un ser humano, y aunque su corazón estaba hecho trizas, entendía que esa era la mejor decisión. Una vez fuera de esa casa, se encargaría de iniciar el divorcio y poner la mayor distancia posible entre ella y Brian Valtieri.
Sin mirar atrás, atravesó la puerta, llevándose consigo lo único que le quedaba: su dignidad.