No me di cuenta de cuántas horas pasaron después de que me tomé el jugo. El tiempo se volvió una masa borrosa y pegajosa. Solo sé que mi conciencia iba y venía, arrullada por el zumbido del motor y la oscuridad de la cabina.
Hasta que aterrizamos.
Fue otro momento catastrófico para mí. El descenso fue brusco. Sentí cómo el avión rompía las nubes y la presión en mis oídos estallaba. Luego, el golpe seco y violento de las ruedas contra la pista, seguido del rugido de los motores en reversa y el frenado que me lanzó hacia adelante contra el cinturón.
Mi estómago, que apenas se había calmado con el néctar de manzana, volvió a rebelarse con violencia. Sentí que todo mi interior daba un vuelco.
Cuando por fin la señal de cinturones se apagó y nos permitieron salir, yo era un desastre andante.
Entramos al aeropuerto de Bangkok. El cambio fue brutal: del aire reciclado y frío del avión a un pasillo interminable, iluminado con luces fluorescentes demasiado brillantes que se clavaban en mis ojo