Los efectos de la pastilla para el mareo eran innegables. Una niebla cálida se había extendido por mi cerebro, embotando los bordes afilados de mi ansiedad. Mis ojos se sentían pesados, como si les hubieran puesto diminutos sacos de arena.
Luché. Intenté mantener los ojos abiertos, mirar por la ventana oscura, seguir el contorno de la luna lejana. Pero el zumbido constante del avión, esa vibración monótona y baja, era como una canción de cuna insistente. El acolchado del asiento se sentía como una nube, y mi cuerpo, exhausto por todo el drama del día, simplemente quería rendirse.
Mi última visión consciente fue la de Adrián. Estaba en el asiento a mi lado, sus grandes audífonos negros cubriendo sus orejas. Miraba fijamente la pantalla del respaldo, donde se reproducía una película sin sonido. Su rostro no mostraba ninguna emoción. Estaba allí, pero su mente no lo estaba. Parecía perdido en sus propios pensamientos, distante.
No tardé en caer dormida. Fue una siesta pesada e incómoda,