Antonella Ruiz, una psicóloga de veintitrés años con un máster guardado en un cajón, se ve obligada a trabajar como repartidora para ExpressGo debido a la crisis laboral. Pero su vida da un giro inesperado cuando debe entregar un misterioso paquete en Torre Platinum, el exclusivo barrio de Salamanca en Madrid. En el piso treinta y uno, departamento dos, conoce a Marcos Cea: un hombre magnético de ojos verdes hipnóticos que vive rodeado de lujo y secretos. Su encuentro la deja completamente desarmada, incapaz de explicar la intensa atracción que siente hacia este enigmático desconocido. Cuando al día siguiente debe realizar una segunda entrega al mismo destinatario, Antonella comprende que el destino está jugando con ella. Lo que no sabe es que Marcos tampoco cree en las coincidencias, y que su aparición en su vida forma parte de un plan fríamente calculado. Decidido a tener el control, Marcos ordena a uno de sus hombres de confianza que se acerque a Antonella con la misión de confundirla sentimentalmente. Sin embargo, su plan se complica cuando el mismo mercenario que debía manipular sus emociones se enamora genuinamente de ella. Lo que comenzó como una simple entrega se convierte en un triángulo amoroso explosivo donde la lealtad, el poder y la pasión chocan violentamente. Antonella se verá atrapada entre el misterioso hombre del piso 31 que despierta sensaciones desconocidas en ella, y su sirviente que desafía a su propio jefe por amor. Una historia donde el destino, los secretos del pasado y las decisiones del corazón se entrelazan en el exclusivo mundo de la alta sociedad madrileña.
Leer másCapítulo 1: El encuentro inesperado
Nunca imaginé que mi título de psicóloga terminaría guardado en un cajón mientras recorro Madrid con una mochila llena de paquetes. Pero aquí estaba yo, Antonella Ruiz, veintitrés años, máster incluido, trabajando para ExpressGo desde hace dos meses. La crisis laboral no discrimina, ni siquiera a quienes nos graduamos con honores.
Esa mañana de octubre, el GPS de mi móvil me llevó a una zona de la ciudad que solo había visto en I*******m: el exclusivo barrio de Salamanca. Las calles amplias y arboladas contrastaban brutalmente con mi pequeño apartamento en Vallecas. Aparqué la furgoneta de la empresa frente a Torre Platinum, un rascacielos de cristal negro que parecía tocar las nubes.
—Piso treinta y uno, departamento dos —murmuré, revisando la dirección en el paquete.
La caja era pequeña, liviana, del tamaño de un libro, envuelta en cartón y protegida por una bolsa plástica. El destinatario: Marcos Cea. Sin más información. Solo un nombre que no me decía nada.
El vestíbulo del edificio me intimidó desde el primer segundo. Mármol blanco por todas partes, un jardín vertical que ocupaba toda una pared, y un aroma a perfume caro que jamás podría identificar. Me acerqué al mostrador de recepción sintiéndome completamente fuera de lugar con mi uniforme azul de repartidora.
—Entrega para el departamento dos del piso treinta y uno —anuncié, mostrando mi identificación.
El conserje, un hombre mayor con traje impecable, me miró de arriba abajo antes de revisar su pantalla.
—El señor Cea no ha avisado de ninguna visita.
—Es solo una entrega. Política de la empresa: en mano al destinatario.
Suspiró como si le estuviera pidiendo que moviera una montaña, pero finalmente señaló hacia los ascensores.
—Última puerta a la derecha. No se entretenga.
El ascensor era más grande que mi baño. Las paredes de espejo me devolvieron mi imagen multiplicada: pelo castaño recogido en una coleta alta, ojeras que el corrector ya no podía disimular, y ese uniforme que me recordaba constantemente lo lejos que estaba de ejercer mi verdadera profesión.
Temporal, me repetí por enésima vez. Esto es temporal.
El piso treinta y uno me recibió con un silencio casi reverencial. El pasillo era una obra de arte en sí mismo: alfombra color crema que amortiguaba mis pasos, paredes decoradas con lo que parecían ser pinturas originales, y solo cuatro puertas de madera oscura. La opulencia del lugar me mareaba.
Frente a la puerta número dos, respiré profundo y toqué el timbre.
Nada.
Volví a tocar. Los minutos pasaban y mi paciencia se agotaba. Tenía otras veinte entregas que hacer antes del mediodía. Miré el paquete otra vez, esa caja ligera que había cargado hasta aquí, preguntándome qué podría contener algo tan pequeño y aparentemente importante como para requerir entrega personal en este templo del lujo.
Cinco minutos. Cinco eternos minutos contemplando esa puerta mientras mi ansiedad crecía. Estaba a punto de llamar a mi supervisor cuando escuché pasos acercándose.
La puerta se abrió y el mundo pareció detenerse.
Marcos Cea medía fácilmente un metro ochenta y tres. Vestía unos jeans negros que se ajustaban perfectamente a sus piernas largas, y una camisa lila con los primeros botones desabrochados, revelando un pecho bronceado. Sus zapatos negros brillaban como espejos. Pero fueron sus ojos los que me paralizaron: verdes como el mar en calma, enmarcados por un rostro de ángulos perfectos y pelo negro semi-largo que caía rebelde sobre su frente.
Me miró de pies a cabeza, despacio, como si estuviera memorizando cada detalle. Una sonrisa apareció en sus labios, y sentí que las piernas me temblaban.
—Hola, señorita. ¿Me podría decir quien es usted? —preguntó con una voz grave que me erizó la piel.
Mi cerebro, ese órgano que había estudiado durante cinco años, decidió abandonarme justo cuando más lo necesitaba. Mis manos temblaban mientras sostenía el paquete.
—Antonella —balbuceé, sintiendo el calor subir a mis mejillas—. Antonella Ruiz. Traigo una encomienda.
—Ya veo —respondió, sin dejar de mirarme con esos ojos hipnóticos.
Le extendí el dispositivo electrónico para la firma con manos temblorosas. Él lo tomó con calma, firmó con trazos elegantes, y me lo devolvió. Durante todo el proceso, podía sentir su mirada sobre mí, estudiándome.
—Muchas gracias —dijo, tomando finalmente el paquete—. Ha sido un gusto. Que esté muy bien.
Me miró de reojo otra vez, esa mirada intensa que parecía atravesarme, antes de cerrar la puerta con suavidad.
Me quedé paralizada frente a esa puerta cerrada por varios segundos, incapaz de procesar lo que acababa de suceder. Mi corazón latía desbocado y mis manos seguían temblando. ¿Qué me había pasado? Yo, que siempre me preciaba de ser profesional y mantener la compostura, había quedado completamente desarmada por un desconocido.
Caminé hacia el ascensor como en trance. El magnetismo de Marcos Cea era algo que no había experimentado jamás. No era solo su evidente atractivo físico —aunque Dios sabía que el hombre parecía esculpido por los propios ángeles—, era algo más. La forma en que me había mirado, como si pudiera ver a través de mi uniforme, directo a mi alma. Esa sonrisa que prometía secretos. Esa voz que aún resonaba en mis oídos.
Durante el resto del día, no pude sacármelo de la cabeza. Mientras entregaba paquetes en oficinas grises y apartamentos normales, mi mente volvía una y otra vez a ese pasillo lujoso, a esa puerta número dos, a esos ojos verdes. Me descubrí sonriendo sin razón mientras conducía, y tuve que pedirle a dos clientes que repitieran sus nombres porque no estaba prestando atención.
Esa noche, en mi pequeño apartamento, me tumbé en la cama mirando el techo. ¿Quién era Marcos Cea? ¿A qué se dedicaría para vivir en semejante lugar? Y sobre todo, ¿por qué me había afectado tanto?
Es solo un cliente más, me dije. Mañana ni te acordarás de él.
Qué equivocada estaba.
A la mañana siguiente, llegué a la oficina de ExpressGo con mi habitual café del bar de la esquina. Marina, mi compañera de reparto, me saludó con su energía característica.
—Antonella, tienes suerte. Hoy te toca la zona pija otra vez.
Revisé mi lista de entregas con desgano, hasta que un nombre saltó de la pantalla como si estuviera escrito en neón: Marcos Cea. Torre Platinum. Piso 31, Departamento 2.
El café casi se me cae de las manos.
—¿Pasa algo? —preguntó Marina.
—No, nada —mentí, mirando el paquete que ya estaba preparado. Otro paquete pequeño, idéntico al del día anterior.
Mi corazón comenzó a acelerarse. ¿Era una coincidencia? ¿El destino burlándose de mí? ¿O era algo más?
Tomé el paquete con manos que ya empezaban a temblar. La perspectiva de volver a ver esos ojos verdes me aterraba y me emocionaba a partes iguales.
No sabía entonces que este segundo encuentro cambiaría todo. No sabía que Marcos Cea no creía en las coincidencias. Y definitivamente no sabía que mi vida estaba a punto de entrelazarse con la suya de formas que jamás hubiera imaginado.
Pero estaba a punto de descubrirlo.
La audacia en su comentario me sacó del trance en el que me había sumido su llegada. "¿Pensé que no vendrías?". ¿Él, que llegaba más de quince minutos tarde, se atrevía a insinuar que yo podría haberlo dejado plantado? Una oleada de indignación me devolvió la compostura que había perdido.—Llegué hace cuarenta minutos, señor Cea —respondí, con un tono más frío de lo que pretendía—. Pensé que el que no vendría era usted.Una sonrisa divertida curvó sus labios. No parecía en absoluto arrepentido.—Por favor, llámame Marcos. Y te pido disculpas, un asunto de última hora me retuvo más de lo esperado. Pero veo que la espera ha merecido la pena. Ese traje te queda espectacular.Se sentó frente a mí con una fluidez elegante, y justo en ese momento, como si hubiera estado esperando su señal, el camarero apareció a nuestro lado.—Señor Cea, bienvenido. ¿Desean ordenar?Marcos asintió, pero me cedió la palabra con un gesto de la mano. Era mi momento de demostrar que no estaba fuera de lugar. Co
La tarjeta color lavanda reposaba en mi mesita de noche, una prueba tangible de que no había perdido la cabeza. Aún así, mi mente era un torbellino incontrolable. La invitación era real, la cita era mañana, y la ansiedad, esa vieja compañera, amenazaba con devorarme por completo. Sabía que si no tomaba medidas, me pasaría la noche en vela, construyendo y destruyendo mil escenarios posibles en mi cabeza.Como buena psicóloga, siempre tenía un plan de contingencia para mis propias crisis. Abrí el cajón y saqué el pequeño frasco de pastillas SOS que mi antiguo supervisor me había recomendado tener a mano "por si acaso". Esa noche era, definitivamente, un "por si acaso". Me tomé una con un vaso de agua, no sin antes poner la alarma a las nueve de la mañana. Mañana tenía que ser mi mejor versión. No podía permitirme volver a hacer el ridículo. "Esta vez no", me prometí a mí misma mientras sentía que el medicamento empezaba a relajar mis músculos y a silenciar el ruido de mis pensamientos.
Aquella noche, el sueño se convirtió en un lujo que no pude permitirme. Mi pequeño apartamento en Vallecas, normalmente mi santuario, se había transformado en una celda de tortura para mis pensamientos. Daba vueltas en la cama, el colchón protestando con cada giro, mientras la conversación con Marcos Cea se repetía en mi mente como un disco rayado."¿Quién eres tú, Antonella?".Cada vez que recordaba la pregunta, sentía una oleada de calor en las mejillas. ¡Y mi respuesta! "Soy psicóloga, con un máster...". Tartamudeé como una colegiala, revelando mi mayor inseguridad en bandeja de plata. Me sentía tan tonta. En la oscuridad de mi habitación, mi cerebro, ahora a pleno rendimiento, ideaba respuestas mucho mejores. Podría haberle dicho algo ingenioso, algo misterioso, algo que lo dejara con la intriga. Pero no, tuve que soltarle mi currículum frustrado.Y luego, su frase final: "Me encantaría conocerla". ¿A qué se refería exactamente? ¿Era una simple cortesía, una frase hecha que se dic
El universo debe tener un sentido del humor bastante retorcido. No había otra explicación para que, por segundo día consecutivo, el nombre de Marcos Cea estuviera en mi lista de entregas. Mientras conducía la furgoneta de ExpressGo hacia el barrio de Salamanca, mi pulso era un tambor desbocado contra mis costillas. Ayer había sido una sorpresa, un shock para mi sistema. Hoy era una prueba de fuego para mi autocontrol.Esa mañana, frente al espejo de mi pequeño baño en Vallecas, había dudado más de lo normal. ¿Por qué me estaba aplicando una segunda capa de máscara de pestañas? ¿Y por qué, en lugar de mi habitual coleta desordenada, me había esforzado en hacer un moño que dejara mi cuello al descubierto? Me dije a mí misma que era por profesionalismo, por dar una buena imagen de la empresa. Una mentira tan grande que ni yo misma me la creía. La verdad, incómoda y electrizante, era que quería que Marcos Cea me viera diferente. Quería que viera más allá del uniforme azul.El trayecto se
Capítulo 1: El encuentro inesperadoNunca imaginé que mi título de psicóloga terminaría guardado en un cajón mientras recorro Madrid con una mochila llena de paquetes. Pero aquí estaba yo, Antonella Ruiz, veintitrés años, máster incluido, trabajando para ExpressGo desde hace dos meses. La crisis laboral no discrimina, ni siquiera a quienes nos graduamos con honores.Esa mañana de octubre, el GPS de mi móvil me llevó a una zona de la ciudad que solo había visto en Instagram: el exclusivo barrio de Salamanca. Las calles amplias y arboladas contrastaban brutalmente con mi pequeño apartamento en Vallecas. Aparqué la furgoneta de la empresa frente a Torre Platinum, un rascacielos de cristal negro que parecía tocar las nubes.—Piso treinta y uno, departamento dos —murmuré, revisando la dirección en el paquete.La caja era pequeña, liviana, del tamaño de un libro, envuelta en cartón y protegida por una bolsa plástica. El destinatario: Marcos Cea. Sin más información. Solo un nombre que no me
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