La puerta estaba abierta, y Adrián seguía plantado en el umbral, con esas bolsas de lujo colgando de sus manos como si fuera el mayordomo de un restaurante de cinco estrellas haciendo una entrega a domicilio. Su mirada, esa mirada que siempre parecía ver a través de todas mis capas, se posó en mi blusa recién puesta, en mi cabello húmedo y desordenado, y en mis pies descalzos sobre el frío suelo de la entrada. No dijo nada, pero su expresión era un poema de sarcasmo silencioso.
—¿Qué haces aquí? —repetí, con un poco más de firmeza, aunque mi voz aún sonaba ronca por el karaoke y la resaca.
Él ignoró mi pregunta por segunda vez, su atención ahora desviada hacia el interior del apartamento. Su mirada barrió rápidamente la sala, que a pesar de mis esfuerzos rápidos, aún olía vagamente a cerveza y a papas fritas, y la manta seguía arrugada en el suelo.
—Parece que ayer tuviste… una celebración privada —comentó, con un deje seco en la voz—. ¿O es el desayuno de campeones?
Sentí que me ardí