El silencio en la habitación era tan pesado que parecía absorber hasta el último sonido del suero goteando en la vía. La pregunta de su madre flotaba en el aire, un desafío envuelto en seda y medicamentos.
Adrian la mantuvo la mirada, pero por un fugaz instante, una grieta de duda asomó en sus ojos. Era minúscula, casi imperceptible, pero Graciela Han no había construido un imperio sin aprender a detectar las debilidades, incluso en su propio hijo.
—No —dijo él finalmente, su voz recuperando la frialdad habitual—. No tengo nada que contarte que no sepas ya.
Una sonrisa delgada y pálida, como un corte de papel, se dibujó en los labios de Graciela.
—Mentirle a los socios es un negocio. Mentirle a tu madre es un insulto a la inteligencia de ambos, Adrian. Yo ya lo sé todo.
Él se levantó de la cama con un movimiento fluido, alejándose del radio de su fragilidad. Caminó hacia la chimenea apagada, donde un retrato de su padre los observaba con severidad desde el marco. —Entonces no es neces