El rugido de su moto resonó entre las calles estrechas, rebotando contra las fachadas antiguas de ladrillo rojo y piedra blanca. El viento frío de la tarde le azotaba el rostro mientras aceleraba sin piedad, ignorando los semáforos y los gritos de un ciclista que casi atropelló.
Su cafetería, “Zeller’s Coffee & Roastery,” brillaba a lo lejos con sus luces cálidas y elegantes, repleta de clientes a esa hora de la tarde. Pero no se detuvo. Siguió de largo hasta su apartamento, ubicado a pocas calles, en un edificio de fachada gris y balcones de hierro forjado.
Se bajó de la moto con un movimiento brusco, la dejó aparcada en la acera y subió las escaleras de dos en dos. Abrió la puerta con violencia y la cerró de un portazo que hizo temblar los cuadros minimalistas colgados en la pared del pasillo.
Arrojó su casco y su mochila sobre la mesa de la entrada y se quitó la chaqueta de cuero negro con furia. Su pecho subía y bajaba con rapidez. El sudor le corría por la frente, pero no era por el esfuerzo físico.
Era rabia. Pura y sucia rabia.
Se sirvió un whisky doble, lo bebió de un trago y se dejó caer en el sofá de cuero marrón oscuro, frotándose la frente con fuerza.
“Maldita perra… ¿Quién se cree que es…?” pensó con la mandíbula tensa. Sentía un dolor punzante en la base del cráneo, como si un taladro le agujereara el cerebro. Había tenido muchas mujeres. Decenas. Cientos, tal vez. Había probado de todo: rubias, morenas, pelirrojas, asiáticas, negras, latinas, sumisas, dominantes, mayores, universitarias, casadas, prostitutas de lujo y uno que otro Gay lindo pasivo. Ninguno había significado nada para él. Ninguno le importaba. En algun momento olvidó como amar o recibir amor. Solo lo carnal del momento lo emocionaba doliera o no.
Pero ella… esa griega maldita… lo había humillado frente a todos y quedado con su maldito dinero.
Lo peor no era que le hubiera ganado. Lo peor era cómo se sintió cuando la vio de pie, feliz llorando por el triunfo, con su uniforme negro entallado, su cabello castaño cayendo como un velo humedo sobre sus hombros, nada de maquillaje, sus ojos marrones brillando con orgullo y esa sonrisa fría en sus labios carnosos cuando lo vio directamente. Parecía un maldito ángel de mármol griego. Un ángel que él había roto la noche anterior sin piedad. Sus gemidos y sollozos rondaban su memoria. Había gozado con sus gemidos, con sus uñas clavándose en su espalda y brazos, con su cuerpo temblando alrededor de él como si se estuviera derritiendo. Era estrecha. M****a. Tan estrecha que dudó por un segundo… “¿Era virgen…?” Pero descartó esa idea. Ninguna loba de 27 años era virgen, eso le habia dicho ella en algun momento. Y si lo era, ya no importaba. Ella era suya. Al menos eso pensó.
Hasta hoy.
Hoy descubrió que no era una puta de club nocturno, que no podria volver a contratar sus servicios. Era una profesional, una barista de prestigio. Alguien con sueños y metas. Alguien que le devolvió su humillación con intereses, metiéndole esos quinientos dólares en el bolsillo frente a todos, como si le dijera que ella lo había violado en esa competencia, que lo había usado y desechado igual que él hacía con todas.
El dolor en su pecho no era dolor físico. Era un ardor amargo, como bilis subiéndole por la garganta. Pero lo que más lo desconcertaba era que esa situación lo excitaba.
—Maldita sea… —gruñó, lanzando el vaso contra la pared, haciéndolo estallar en mil fragmentos brillantes, mientras su pantalos se ajustaba y se señia más a su miembro.
Sacó su teléfono del bolsillo, desbloqueándolo con un movimiento rápido. Buscó en sus contactos. Había decenas de nombres guardados con emojis de labios, fuego, duraznos, demonios y corazones negros.
Seleccionó dos.
—Vengan a casa. Ahora. Traigan vino tinto y ropa interior blanca. Les dare el codigo de la puerta por mensaje. —Fue todo lo que escribió.
Tiró el teléfono sobre la mesa, se levantó y fue a la ducha. Se desnudó rápido y dejó que el agua hirviente le quemara la piel. Cerró los ojos y apoyó la frente contra los azulejos grises. La imagen de Eleni volvía una y otra vez. Su sonrisa, su mirada orgullosa, su maldito aroma a café y vainilla. Como la doblegaba y la rompia bajo su cuerpo.
“Quítatela de la cabeza,” se ordenó a sí mismo, golpeando la pared con el puño. “Quítatela ahora.”
Cuando salió de la ducha, las dos mujeres lobas ya estaban en su sala, sentadas en su sofá. Eran altas, delgadas, una rubia y una morena. Vestían ropa ajustada y maquillaje cargado. Ambas lo miraron con deseo cuando salió de la habitación envuelto solo en una toalla blanca, con el cabello castaño aún goteando sobre su cuello musculoso.
—Hola, Otto… mi lobo favorito, cuanto tiempo —dijo la rubia con voz suave, pasando su lengua por el labio superior.
—Te ves molesto hoy… ¿Te hicieron enojar? ¿Quieres que te relajemos? —añadió la morena, abriendo sus largas piernas cubiertas por una minifalda negra.
Él no respondió. Caminó hasta ellas, dejó caer la toalla y se sentó entre ambas. Las besó con fuerza, primero a una mordiendo su labio y haciendola sangrar, luego a la otra, jalándolas del cabello, haciéndolas gemir.
—A mi habitación. Ahora —ordenó con voz grave.
Ellas obedecieron de inmediato, caminando con sus tacones altos, contoneándose mientras se quitaban la ropa interior por el pasillo.
La noche se llenó de jadeos, gemidos, risas suaves y gemidos ahogados. Las tomó a ambas, una sobre él, la otra sobre su rostro, turnandose, luego de espaldas, luego juntas sobre su pecho. Sus manos grandes las sujetaban con fuerza, marcando su piel con sus dedos largos. Se movía con rabia, con necesidad, con furia. Quería arrancarse a Eleni de su mente. Quería borrarla, destruir su recuerdo con los cuerpos de esas dos mujeres. Pero no importaba cuánto se hundiera en ellas, no importaba cuánto las hiciera gritar su nombre.
Nisiquiera se transformo en Lican con esas mujeres.
En su mente, solo veía su rostro, la luna en sus ojos ambar. Sus labios. Sus ojos llorosos de placer. Sus uñas hundidas en su piel. Su voz susurrando su apodo con un tono que lo quemaba vivo.
“Fiera…”
Cuando se cansó ya las chicas no daban para más, se levantó con rabia contenida, se quedó de pie junto a la ventana, desnudo, con un cigarro encendido entre sus dedos. La luna iluminaba la calle abajo. Ya habia despachado a las chicas con unos cuantos miles, nisiquiera se vino. No podia dejar de pensar en ella.
Y eso… lo enfurecía y lo excitaba al mismo tiempo.
“No pienso dejar que me humilles otra vez, Fiera…loba maldita” pensó, dando una calada profunda a su cigarro mientras su mirada azul brillaba con oscuridad y decisión.
“No importa si tengo que destruirte… marcarte o poseerte hasta que no puedas respirar sin mí. Pero te juro… que serás mía de nuevo.”
Sonrió con maldad, expulsando el humo lentamente. El sabor amargo del tabaco llenó su lengua mientras el eco de su risa baja llenaba la habitación.