No recuerdo la última vez que dormí tantas horas seguidas sin sentir que alguien me estaba asfixiando desde adentro.
Bueno… dormir es una palabra generosa. Pasé la mitad de la noche mirando el techo, tratando de convencerme de que no era real que Eleni Papadopoulou estuviera en mi cama.
Sí, en mi cama. La noche anterior habia venido a mi con bocetos e ideas del nuevo postre y mientras cenabamos y bebiamos en mi cama se quedó dormida como un cervatillo en la cueva de un depredador natural.
La mujer que una vez me dijo que prefería besar una licuadora encendida antes que a mí.
Y sin embargo, ahí estaba.
La escuchaba respirar detrás de mí, tranquila, como si no existiera deuda, dolor ni pasado.
Me giré un poco, despacio, con la cautela de un hombre que teme activar una bomba.
Y ahí la vi.
Eleni.
Dormía boca abajo, con el cabello hecho un desastre, medio tapada con la sábana. Una mano descansaba sobre mi pecho, como si durante la noche se hubiera aferrado a mí sin darse cuenta.
Y yo, que