Eres tu.

Respiró hondo, limpiándose las lágrimas con la manga de su chaqueta de punto. Miró la hora en la pantalla digital del coche. 6:28 AM. La competencia comenzaba a las 9:00 AM. Tenía poco más de dos horas y media para bañarse, vestirse y organizar su equipo.

Giró la llave y el motor ronroneó con suavidad. Manejaba por las calles de Berlín que comenzaban a llenarse de ciclistas, peatones con café en mano y autos que iban a oficinas de cristal y concreto. Llegó a su cafetería, aún en remodelación, ubicada en una avenida peatonal hermosa, llena de bares y restaurantes de estilo colonial renovado, con faroles negros y bancos de madera. La fachada estaba casi lista, con un cartel que decía en letras doradas:

“Papadopoulos Kafetería”

Sonrió con tristeza. Era su sueño. Su lucha. Su vida. No dejaría que un hombre como Otto Zeller la destruyera antes de empezar.

Subió hasta su apartamento pequeño pero cálido ubicado encima de su futura cafetería. Subió corriendo las escaleras, con los tacones resonando en el mármol antiguo. Abrió la puerta y la recibió el olor tenue de café tostado que siempre impregnaba sus cosas.

Se quitó la ropa rápido, encendió la ducha y se metió bajo el agua caliente, dejando que cayera sobre su cuerpo, lavando el sudor, el olor a motel barato, el recuerdo de su lengua y sus manos. Frotó su piel con fuerza hasta que le ardió. No podia darse el lujo de irse a dormir.

Salió, se secó y se miró al espejo. Su cabello caía húmedo sobre sus hombros, su piel estaba enrojecida y sus ojos hinchados, pero había determinación en su mirada.

Abrió la alacena y sacó un frasco de pastillas efervescentes para la resaca. Disolvió una en un vaso de agua y la bebió de un trago, haciendo una mueca por el sabor ácido. Luego preparó un espresso doble en su máquina profesional pequeña, el primer regalo que su abuelo le hizo antes de morir. Mientras el café caía, el aroma intenso le llenó el pecho de valor.

—Vamos, mujer… hoy demuestras quién eres… —se dijo a sí misma en voz baja, como un mantra.

Se vistió con su uniforme negro de barista, planchado y limpio, con su nombre bordado en letras blancas sobre el pecho izquierdo. Tomó su maletín profesional donde guardaba su pesador digital, su jarra de latte art, sus filtros de papel y sus muestras de café especial traídas de Etiopía. También metió su plancha de latte art personalizada, su carnet de participación y su delantal de competencia.

Bajó al estacionamiento, guardó su equipo en el maletero del Mini Cooper, y se subió al volante. Miró un momento el espejo retrovisor y vio sus propios ojos miel llenos de determinación y furia.

Hoy no era una niña rota. Hoy era una barista profesional.

Hoy demostraría que era mucho más que un cuerpo bonito para usar y abandonar.

Encendió el coche y salió rumbo al centro de convenciones, con el cielo gris abriéndose lentamente sobre Berlín y la ira ardiendo en su pecho.

La multitud rugía como un océano sin fin. Las voces se mezclaban con el sonido de los molinillos triturando granos de café, las máquinas espresso bufando vapor y el olor intenso a granos recién tostados impregnando todo el centro de convenciones. Era un mundo lleno de baristas, jueces, empresarios, marcas y cámaras que capturaban cada segundo para transmitirlo en vivo a miles de personas.

Eleni caminaba con paso firme entre los stands. Su uniforme negro estaba impecable, su delantal de competencia se ajustaba a su cintura, y su cabello castaño caía suelto en ondas descuidadas sobre su espalda. Sus ojos miel estaban fijos en su meta, ignorando el cansancio y la resaca que aún punzaba débilmente en su sien.

Un millon de euros, ese era el premio mayor para el ganador de la Competencia Internacional de Barismo de Berlín. Con ese dinero, su cafetería no solo abriría sus puertas, sino que sería la más innovadora, la más hermosa, la más famosa. Tendría su propio tostador de granos, un sistema de filtrado de agua de última generación, mesas talladas en roble y sillas con cojines de lino griego. Podría contratar al mejor chef pastelero y traer café verde de Etiopía, Guatemala y Colombia, tostado a su gusto. Además, podría devolver sus ahorros a su cuenta y enviar dinero cada mes a sus abuelos en Atenas.

Pensó en Annitta y Paolo, su yaya y su papu. Sus verdaderos padres murieron en un accidente cuando ella tenía apenas cinco años. Su abuelo la cargó aquel día, entre gritos de dolor, y le prometió que nada le faltaría. Y así fue. La criaron con dignidad, amor y disciplina. Ahora, con casi ochenta años cada uno, vivían con sus pensiones reducidas. Mandarles dinero era su mayor motivación.

Se detuvo en el área de calentamiento, donde las máquinas espresso brillaban como joyas bajo los reflectores. Sus amigas Anna y Katerina ya estaban allí, preparando sus mezclas de café filtrado y calibrando sus molinillos.

—¡Eleni! —gritó Katerina al verla—. ¡Te ves fatal! pensabamos que ya no venias, te estuvimos llamando como locas.

Eleni sonrió, aunque sus ojos no sonrieron.


—Ya estoy aqui… —respondió, intentando sonar casual mientras encendía su pesa digital y colocaba su café etíope en la tolva de su molino manual.

— ¿Y que pasó con el dios griego de anoche?

— No me hables de ese hijo de puta, se sirvio como rey y me dejo botada, cuando desperte solo encontre 500 dolares en la almohada.

—No jodas...Que perro, amiga — dijo Anna.

—¿Acaso pensó que eras una prostituta, el asarozo ese? Como lo vea lo mato. Tan lindo que se veia.—dijo Katerina.

—Concentra ese cerebro tuyo —dijo Anna, que la conocía mejor que nadie—. No importa qué idiota te rompió el corazón anoche. Hoy es tu día, hermosa.

Eleni asintió sin decir nada. Hoy no hablaría de él. Hoy no hablaría de Otto.

Las rondas comenzaron rápido. Ciento veinte participantes se redujeron a sesenta. Luego a treinta. La competencia era feroz. Cada café era evaluado por su aroma, sabor, retrogusto, limpieza en taza, temperatura, y finalmente, creatividad visual en el latte art.

Las cámaras se movían de un participante a otro, capturando sus técnicas, sus miradas de concentración, sus temblores, sus lágrimas.

Eleni preparó su primer espresso filtrado en V60 con un café etíope Yirgacheffe lavado. Su aroma floral llenó la mesa de los jueces. Luego hizo un latte art de dos cisnes entrelazados, blanco sobre el crema perfecto de su microespuma.

Los jueces asintieron con sonrisas discretas. Pasó de ronda sin problemas.

Luego preparó un flat white con un corazón invertido y un tulipán doble, utilizando café guatemalteco de altura, con notas a chocolate amargo y nuez tostada. Pasó a la siguiente ronda.

La multitud comenzaba a agotarse. Algunos competidores salían entre lágrimas, otros abrazaban a sus amigos. En la penúltima ronda, quedaron diez participantes. Sus nombres fueron anunciados en voz alta, mientras pasaban a la mesa grande preparada para la semi final

Cuando dijeron:

—Número 104. Eleni Papadopoulos, Grecia.

Su corazón estalló de emoción. Se cubrió la boca, conteniendo el llanto mientras sus amigas que no pasaron a la ronda la abrazaban.

—Eres una maldita diosa del café —dijo Anna con lágrimas en los ojos.

—No llores, idiota, que aún no hemos ganado —respondió Eleni, aunque ella también temblaba de emoción.

En la semifinal, los diez se redujeron a cinco. La presión era asfixiante. El público rugía cada vez que un nombre era anunciado. Eleni se concentraba en su respiración, recordando los consejos de su abuelo: “Cuando el mundo sea demasiado grande, cierra los ojos y hazlo pequeño. Solo tú y el café.”

Preparó un cappuccino con un tulipán triple y un espresso de Burundi con notas a frambuesa y bergamota. Pasó a la final.

Fue entonces cuando lo olió.

Otto Zeller estaba de pie frente a su estación a varios metros de ella. Vestía un uniforme negro elegante con su nombre bordado en blanco. Su cabello castaño estaba peinado hacia atrás con gel, su mandíbula recién afeitada, sus ojos azules brillaban como cuchillas bajo las luces. Sostenía su jarra de latte art con la misma destreza con la que había sostenido su cuerpo la noche anterior.

Por un segundo, Eleni se quedó sin aire. Sin queres dejo salir sus feromonas y todos giraron.

—Participante no puede dejar salir sus feromonas, distrae a todos. Sabemos que debe estar emocionada pero concentrece.

—Ah...si...si. Disculpe no volvera a ocurrir— dijo apenada.

Otto la miró, su expresión era de incredulidad absoluta. Era como si acabara de ver un fantasma. Sus cejas se fruncieron ligeramente mientras sus labios se entreabrían.

“No puede ser…” pensó él, con un nudo en el pecho. Desde ese momento estuvo más conciente de ella.

Cuando la vio entrar en la semifinal, su mundo se detuvo. Esa mujer… esa chica griega que conoció en el club. Esa fiera ardiente. Esa mujer que gemía como si la estuvieran quemando viva bajo su cuerpo y estuvo a punto de marcarla y reclamarla como su luna. La noche más divertida y emocionante de su vida. Pensó que era un ángel cuando la vio bailar. Pero cuando cayó tan fácil en su red, cuando gimió como si fuera su maldita primera vez… algo se rompió en él.


La vio tan fácil. Pensó que era una prostituta cualquiera. Ninguna mujer decente gemía así de un hombre a menos que sea una experta o sea su primera vez. Y como todas, le dejó lo que valía: quinientos dólares. Eso cobraban las mejores en Berlín. No era caridad, era un pago justo por placer.

Pero ahora estaba aquí. Con su nombre, su país y su título profesional en pantalla gigante frente a todos. No dijo nada. No podía.

La final comenzó. Solo quedaban tres competidores.

El primero fue un chico italiano que preparó un latte art de una pantera negra, impresionante en precisión. El segundo fue Otto, quien preparó un dragón en latte art con alas y cola, su crema era tan brillante que parecía terciopelo líquido. La multitud estalló en aplausos. Las cámaras lo enfocaban mientras sonreía con esa seguridad arrogante de siempre.

Finalmente, fue el turno de Eleni.

Respiró hondo. Cerró los ojos y recordó a su abuelo Paolo, contándole historias de Atenas mientras bebían café turco espeso. Sonrió y vertió la leche con mano firme y delicada. Cuando terminó, levantó su taza.

Había dibujado dos olivos entrelazados con un lazo, y sobre ellos, un búho con las alas abiertas, símbolo de la sabiduría de Atenea y la esperanza de su tierra. La crema era perfecta, brillante, sin burbujas. El contraste blanco sobre marrón era nítido y hermoso.

Hubo un silencio. Luego los jueces comenzaron a aplaudir, seguidos por el público que estalló en vítores. Eleni sintió que sus piernas temblaban, pero mantuvo su postura digna.

El presentador volvió al escenario con un sobre dorado. La multitud contuvo la respiración.

—Y el ganador de un millón de euros, el título de Barista Internacional del Año y el contrato con Espresso Royale es… ¡Eleni Papadopoulos, Grecia!

El mundo se detuvo. Anna y Katerina gritaron su nombre, saltando y llorando. Eleni cubrió su rostro con ambas manos mientras las lágrimas corrían sin control. Cuando subió al escenario a recibir su trofeo de oro, las cámaras la rodearon. Miró hacia el público. Otto estaba de pie, inmóvil, con los puños apretados.

Ella sonrió con frialdad.

Luego de recibir su premio en un cheque y su trofeo, tiempo despues, fue directo hacia él cuando todo terminó. Lo encontró a un costado, guardando sus cosas con furia, evitando su mirada. Habia posado para las fotos y solo obtuvo el segundo premio, cien mil euros y trofeo de plata.

Sin decir nada, metió la mano en su bolsillo y sacó quinientos dólares nuevos que había tomado aquella mañana de su monedero. Se los metió con delicadeza en el bolsillo frontal de su delantal, cerca de su pecho.

Otto la miró, sus ojos azules ardían de rabia y humillación.


—¿Qué diablos crees que haces…? —gruñó, su voz grave cargada de veneno.

Eleni sonrió, esa sonrisa lenta y letal que usaba cuando ganaba. Se acercó a su oído, rozando su mejilla con la suya mientras le susurraba con dulzura venenosa:

—Solo devolviéndote tu caridad… Sr. Zeller. Aunque esta vez… —miró su trofeo con orgullo— …soy yo quien te cobró a ti. Gracias por la inspiración y llevarme al limite anoche. Fue delicioso humillarte.

Se giró sin mirarlo más y se alejó con paso firme, con su trofeo dorado brillando bajo las luces y su dignidad restaurada como una corona en su cabeza. El se habia quedado con su virginidad pero ella le habia arrebatado un millón de euros.

Otto la miró marcharse, su respiración pesada y su corazón latiendo como un martillo. ¿Cómo podía olvidar a esa loba en lo que le queda de vida? Tan atrevida. Tan peligrosa. Tan diferente a las demás. Ella no era como sus otras presas. Ella era fuego puro… y él… ya estaba malditamente quemado.

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