Nunca pensé que redecorar un local podría ser tan estimulante.
Ni que una mujer con bata de trabajo, lápiz detrás de la oreja y cara de “déjame en paz” pudiera parecer tan peligrosa para mi estabilidad emocional.
Desde temprano, Eleni y yo estábamos en el local que pronto se convertiría en la unión de nuestras dos cafeterías.
O lo que ella insistía en llamar “un matrimonio comercial sin derecho a divorcio”.
—No me gusta ese tono de azul —dijo, señalando la pared recién pintada.
—Es azul mediterráneo, como dijiste.
—Eso parece más azul tristeza después de la factura del mes —replicó, cruzándose de brazos.
Reí, dejando el rodillo de pintura.
—Entonces pinta tú, fiera. Yo ya sudé lo suficiente por hoy.
—No, no… tú sigue. Me gusta verte sufrir un poco.
—¿Así de cruel eres?
—Solo con los hombres que creen saberlo todo. —Me lanzó una mirada de esas que matan o enamoran. Yo todavía no sabía cuál era cuál.
Los días siguientes fueron un caos organizado.
Eleni tenía una energía que me dejaba ex