El golpe de adrenalina que había propinado y recibido de Marco Bianchi comenzó a desvanecerse tan pronto como Dario se lanzó a la carretera principal, a varios kilómetros de donde había dejado al detective en el barro.
Necesitaba desaparecer de los ojos de la policía que patrullaba los alrededores del aeropuerto de Ciampino y, para un hombre de su calibre, la invisibilidad se encontraba en los lugares más cotidianos y olvidados.
La lluvia caía torrencialmente como un velo espeso que ahogaba el ruido de la ciudad y el eco de su propia desesperación.
Dario emergió de un seto, con el traje de lana italiana empapado y cubierto de barro hasta la rodilla. Sus carísimos zapatos de cuero resbalaban en el asfalto. El frío penetrante se le adhería a los huesos convirtiéndolo en un fantasma a punto de congelarse.
Vio la luz distante del único autobús nocturno que servía la ruta industrial. Era una mancha amarilla y oxidada, un vehículo de clase baja que nunca en su vida había considerado usar. P