La distancia entre la villa en la Toscana y la suite ejecutiva de Elena Ferraro en Roma era de apenas unas horas en carretera, pero en términos de vigilancia, eran mundos aparte.
Dario se movía por la capital como un fantasma de alta costura, un maestro de la invisibilidad que utilizaba túneles de servicio, vehículos blindados y una red de lealtades que había tardado décadas en construir.
Su objetivo era la residencia de su hermana, un lujoso ático de dos pisos en el exclusivo distrito de Parioli. El lugar, usualmente custodiado solo por un portero discreto, ahora era un nido de sabuesos.
Los hombres de Stefano Greco, vestidos de repartidores o técnicos de telefonía, se mezclaban con agentes de policía discretos, todos observando a Elena. Marco Bianchi era la pieza central de esa vigilancia, su rabia lo hacía tan predecible como peligroso.
Dario pasó tres días enteros observando, paciente, trazando rutas de escape y debilidades en la armadura. El control de Stefano era sofocante, y la