Las semanas de entrenamiento habían transformado a Luciana de una mujer diferente, pero la disciplina física y el haber aprendido a disparar no mitigaban su sensación de encierro. La villa, tras la partida de Dario rumbo a Roma, se sentía aún más fría y vigilada, ni siquiera los hermosos paisajes lograban levantarle el ánimo.
A todas estas, Darío no había podido verse con Elena, continuaba en el anonimato, escondido, y esperando un momento adecuado para contactarla, pero Marco y los secuaces de Stefano no la dejaban ni a sol, ni a sombra.
Elena, hundida en la soledad y el tedio, sentía que el jardín que antes era una bocanada de aire fresco, ahora era el patio de una cárcel custodiada. Leo, el silencioso jefe de seguridad, actuaba como su carcelero personal, sin un ápice de malicia, solo cumpliendo al pie de la letra las órdenes estrictas de su jefe antes de partir.
— Signorina, le ruego que se mantenga lejos de los ventanales — indicaba Leo con su tono grave — Las cortinas deben perm