Dario se deslizó por el conducto de ventilación con la gracia silenciosa de un animal. Su cuerpo, ahora tenso por la angustia y la necesidad de acción, se sentía pesado, pero cada movimiento estaba calculado. Al descender por la fachada posterior del ático, sus ojos de lince barrieron el entorno de la calle desierta antes de salir.
Ahí estaba. A unos cincuenta metros de distancia, oculto a medias por las sombras proyectadas por una farola defectuosa, el detective Marco Bianchi estaba acurrucado en el asiento de un utilitario negro. No estaba solo. Dos hombres, con ese aire inconfundiblemente furtivo de la policía encubierta que se cree invisible, flanqueaban la entrada de la acera.
La presencia de Marco encendió una chispa gélida en la furia de Dario. La ira era un lujo que no podía permitirse. Si reaccionaba, si permitía que la emoción lo guiara, se expondría y la pequeña, casi imperceptible, esperanza que acababa de inyectar en su hermana, Elena, se haría añicos y todo su esfuerzo y