El amanecer se alzó con un resplandor grisáceo, como si el cielo dudara en decidir si debía regalarles un día nuevo o sumirlos en una penumbra interminable. La niebla cubría los bosques del norte con un velo espeso, húmedo, que impregnaba la piel y el ánimo de todos. No había cantos de aves, ni aullidos a lo lejos, ni murmullo de agua entre las piedras; solo el silencio. Un silencio que pesaba.
Amara caminaba entre los troncos cubiertos de escarcha, sus botas marcaban huellas profundas en la tierra blanda, mientras mantenía sus sentidos alerta. Su oído captaba hasta el crujir de las hojas más lejanas, y su mirada violeta brillaba como brasas en la bruma. No confiaba en aquella calma, demasiado perfecta, demasiado quieta.
Detrás de ella, Lykos avanzaba con paso firme, cargando parte de los suministros y manteniendo a los lobunos en formación. Su presencia imponía orden y respeto, pero también irradiaba tensión. El alfa estaba inquieto, su instinto le advertía q