La sala del consejo estaba cargada de una tensión invisible, casi física. El aire olía a cera derretida y a hierro, pues las antorchas que iluminaban el recinto ardían sobre soportes de metal bruñido. El eco de pasos resonaba en el suelo de piedra, interrumpiendo el silencio solemne que envolvía a todos los presentes.
Amara, sentada en su asiento de mármol tallado, parecía una estatua de obsidiana. Sus ojos violetas se mantenían fijos en los emisarios que habían llegado desde los confines del exilio vampírico. No eran invitados cualquiera: representaban una facción que había vivido apartada del pacto de paz, alimentándose de rumores y rencores que no se habían disuelto con el tiempo.
A su lado, Lykos permanecía de pie, imponente, con los brazos cruzados y la espalda recta. Su sombra parecía devorar la luz que lo tocaba, y sus ojos rojos ardían con ese brillo peligroso que solo mostraba cuando estaba preparado para enfrentarse a un enemigo.
Eryon, aunq