La noche se cernía sobre Luminaria con un silencio extraño, un silencio que no era paz, sino preludio. El aire olía a hierro y a tormenta, como si la tierra misma anticipara la sangre que estaba por derramarse. El faro en lo alto del acantilado destellaba con su fulgor mágico, pero incluso esa luz titubeaba bajo la presión de lo que se acercaba.
Amara estaba de pie en la terraza del Consejo, su silueta recortada contra la luna carmesí. El viento jugaba con sus cabellos oscuros y los hacía ondear como un estandarte de guerra. Cerró los ojos y dejó que su mente se extendiera más allá de las murallas, allí donde miles de presencias se agitaban como un enjambre oscuro. Los Hijos del Colmillo Roto estaban cada vez más cerca. Los escuchaba en su interior como una ola de odio que amenazaba con devorarlo todo.
—No se detendrán —murmuró, con un tono que era más una sentencia que un presentimiento.
Lykos apareció detrás de ella, con el porte imponente de un alf