La puerta de la oficina quedó completamente cerrada, como si el mundo exterior supiera que no debía interrumpir. El aire acondicionado susurraba suavemente, apenas moviendo los flecos de la cortina. La ciudad se extendía más allá del ventanal como un mar de cristal y concreto, pero para Maximiliano, solo existía ese instante, esa mujer sentada frente a él, con los labios aún húmedos por el beso.
—Ven —le dijo en voz baja, tomándola de la mano—. Quiero que te sientes conmigo.
La condujo al gran sofá de cuero oscuro que ocupaba una esquina de su oficina. Se sentó primero y tiró suavemente de ella para que se acomodara a su lado. Ana Lucía se dejó caer con una sonrisa suave, sus rodillas rozando las de él, sus cuerpos demasiado cerca para no decirlo todo con la piel.
Maximiliano la observó como si quisiera memorizar cada centímetro de su rostro. Le acarició la mejilla con la yema de los dedos, despacio, como si estuviera tocando un sueño.
—Me costó mucho no escribirte antes —confesó él—.