El taxi avanzó lentamente por la calle bordeada de jacarandas. Ana Lucía observaba el mundo desde la ventana con una mezcla de cansancio y alivio, como si todo el peso de la ciudad se hubiera quedado en la acera que acababa de dejar atrás. Al detenerse frente a la casa de su abuela, una sensación de paz la envolvió, aunque en su interior seguía latiendo una tormenta.
La fachada blanca estaba un poco más gastada y eso dio nostalgia, se preguntaba y llegaría ese momento donde sacaría a su abuela de ese lugar, pero a pesar de todo, los rosales seguían floreciendo como siempre. Antes de que Ana Lucía pudiera tocar la puerta, esta se abrió, revelando a doña Adela con su delantal floreado y las manos aún húmedas por el agua de lavar.
—¡Llegaste mi niña! —exclamó la mujer, abriendo los brazos—. ¿Dónde estabas? Me tenías preocupada, m había dicho que salías temprano.
Ana Lucía se dejó abrazar, hundiendo la frente en el hombro cálido y conocido de su abuela.
—Estaba haciendo unas cositas, abue