Catalina permanecía sentada en la orilla de la cama de Emma, con las piernas cruzadas y la espalda tan recta que parecía una figura tallada en mármol. No se apoyaba en nada, como si el simple acto de posar allí pudiera marcar su territorio de madre recuperada. Su vestido—un entallado color marfil sin una arruga a la vista—parecía demasiado pulcro, demasiado preparado para el ambiente relajado y caóticamente encantador de una habitación infantil. Todo en ella desentonaba un poco, como una pintura elegante colgada en una sala de juegos, como una flor artificial en medio de un jardín silvestre.
Emma, en contraste, estaba en el suelo con las piernas cruzadas, rodeada de crayones dispersos y hojas arrugadas. Dibujaba en silencio, con los labios ligeramente fruncidos y los dedos manchados de azul y verde. Desde hacía varios minutos, no pronunciaba palabra. Su mirada se mantenía baja, concentrada en los trazos, no en su madre. Como si el simple contacto visual pudiera desatar algo que no est