Ana Lucía estaba por subir al auto, con la mochila colgada del hombro, cuando una voz masculina, grave y firme, la detuvo como un rayo inesperado.
—Alvarado, yo llevo a la señorita.
El sonido fue como un golpe suave en el pecho. Ana Lucía se giró, sorprendida. Al ver a Maximiliano de pie junto al coche, su expresión se suavizó de inmediato. Por dentro, la emoción se arremolinó, le vibró en el estómago como un secreto que quería gritar, pero su rostro permaneció sereno. Tenía que disimular. Aún no era momento de mostrar lo que sentía.
El chofer asintió y se retiró con una leve sonrisa en los labios. Ya se había dado cuenta. No necesitaba más pistas. Había visto cómo la mirada de Maximiliano se detenía un segundo más sobre Ana Lucía. Había escuchado los silencios entre ellos, cargados de lo que nadie decía en voz alta.
El coche avanzó por la avenida mientras la tarde caía sobre la ciudad. El cielo, teñido de naranja y rosa, comenzaba a cubrir todo con la delicadeza de un suspiro. Los ár