El cielo era de un azul cristalino esa mañana. El sol brillaba sin agresividad, cálido y suave, tiñendo las hojas de los árboles de un verde más vivo. La mansión estaba en su ritmo matutino habitual, aunque en el comedor aún quedaban rastros del desayuno: un mantel con migas, una taza de café medio vacía, y el dibujo de Emma, con su decreto real decorado con escarcha plateada.
Emma trotaba feliz por el pasillo rumbo a la entrada principal, con su mochila de ositos en la espalda y su moño ligeramente torcido. Maximiliano y Ana Lucía caminaban detrás, conversando en voz baja. Él cargaba una carpeta de documentos bajo el brazo, y ella revisaba el móvil, coordinando un par de asuntos domésticos.
—¡Hoy tengo clase de arte! —anunció Emma de pronto, girando para caminar de espaldas—. ¡Vamos a pintar con esponjas!
—Eso suena... muy desordenado —dijo Ana Lucía, divertida.
—¡Pero muy divertido! —completó Maximiliano, estirando el brazo para arreglarle el moño con gesto paternal.
Emma los miró a