La cocina de la mansión olía a tostadas recién hechas, café suave y fruta cortada. El sol de la mañana se colaba con fuerza a través de los ventanales, tiñendo el mármol blanco con reflejos dorados y proyectando sombras largas de las macetas colgantes que bordeaban las ventanas.
El reloj marcaba las 8:37 a.m., y aunque la casa seguía en silencio en otras alas, la cocina era un rincón de vida cálida y bulliciosa.
Emma estaba sentada en su silla alta, con una corona de cartón brillante en la cabeza —la que ella misma había hecho con brillantina y pegamento— y el pijama aún puesto, mientras intentaba ponerle cara a su tostada con rodajas de plátano y trozos de fresa.
—Este es el pelo —dijo, colocando tres fresas en fila sobre el pan—. Este… son los ojos, ¡y esto! —aplastó un poco de Nutella con el cuchillo— es la sonrisa. ¿Adivinan quién es?
—¿Tú? —preguntó Maximiliano desde la cafetera, donde preparaba su segundo espresso con una sonrisa escondida entre la barba de amanecer.
—¡No! ¡Es A