La tarde había caído como una sábana tibia sobre la mansión. El cielo tenía un tono lavanda, y el sol, filtrado por los árboles altos del jardín, proyectaba sombras suaves sobre el mármol claro del recibidor. Había aroma a cera de piso recién aplicado, y los cristales brillaban como si esperaran visitas importantes.
Y no era para menos.
El sonido de la campanilla resonó por toda la casa. Emma, que estaba en el suelo del salón dibujando con rotuladores, ana Lucía levantó la mirada observando como un ase las chicas de servicio caminaba a la entrada para abrir la puerta.
Maximiliano ya iba camino a la entrada para salir. Su andar era seguro, aunque la tensión en sus hombros lo delataba. Cuando la puerta se abrió, la figura que lo esperaba bajo el pórtico le robó un suspiro apenas audible.
—Francisco —dijo con una mezcla de sorpresa y prudencia.
—Hola, Maxi. ¿Molesto si paso?
Francisco, vestía con elegancia discreta: camisa celeste arremangada, pantalones beige, zapatos bien lustrados. Su