El quirófano estaba iluminado por una luz blanca e implacable. Los reflectores estériles caían sobre el cuerpo inmóvil de Ana Lucía, bañado en un sudor frío que contrastaba con la palidez de su piel. El sonido metálico de los instrumentos, el pitido constante del monitor cardíaco y el murmullo bajo de los médicos llenaban el aire como una orquesta fúnebre que luchaba contra el silencio absoluto de la muerte.
El olor era fuerte: una mezcla penetrante de desinfectante, látex y sangre fresca que impregnaba el ambiente, tan real y tangible que parecía colarse por la garganta, espesando la respiración.
La doctora Morales, una mujer de mirada aguda detrás de sus lentes protectores, levantó la vista hacia su equipo. Su voz firme atravesó el murmullo con la contundencia de una orden inapelable:
—Presión cayendo. ¡Rápido, prepárenme una transfusión!
El anestesiólogo, un hombre alto de voz grave y manos curtidas por años de experiencia, confirmó.
—Noventa sobre cincuenta y bajando.
Las manos en