El pasillo del hospital estaba impregnado de un olor penetrante a desinfectante, ese aroma metálico y frío que siempre parece anunciar dolor y esperanza a la vez. Las luces fluorescentes zumbaban suavemente, bañando todo con una claridad artificial, blanca y despiadada. El eco de pasos apresurados y ruedas de camillas retumbaba como un pulso constante, mezclado con el murmullo lejano de voces.
Maximiliano entró corriendo con Emma en brazos. Su respiración era agitada, su pecho se levantaba y bajaba como si hubiera corrido un maratón, y sin embargo apenas había recorrido unos metros desde la ambulancia. Los paramédicos llevaban a Ana Lucía adelante, inconsciente, con el cuerpo inmóvil sobre la camilla. Los cinturones de sujeción brillaban bajo la luz como cadenas, y el pitido del monitor portátil parecía martillar el corazón de todos.
—¡Ayúdenla! —gritaba Maximiliano, su voz quebrada, con los ojos enrojecidos por lágrimas que no cesaban—. ¡Por favor, no la dejen morir!
Emma lloraba con