El anochecer apenas se insinuaba en el horizonte cuando la sala de operaciones comenzó a aquietarse. El aire del quirófano estaba cargado de un cansancio pesado, mezclado con el aroma penetrante de desinfectante, sudor y sangre seca. Las batas verdes del equipo quirúrgico parecían pegadas a la piel, y los rostros, marcados por ojeras y gotas de sudor, reflejaban la intensidad de la batalla librada durante horas.
La doctora Morales dejó caer los hombros, como si una montaña entera se hubiera desplomado sobre ella. Retiró lentamente sus guantes ensangrentados y lanzó una mirada al monitor que seguía emitiendo su pitido constante. El corazón de Ana Lucía, aunque débil, resistía. A su lado, la pantalla del ecógrafo mostraba aún un latido diminuto, errático, pero vivo.
El silencio fue roto por su voz, grave y firme, aunque teñida de agotamiento:
—Lo logramos… por ahora.
Una enfermera suspiró con alivio, otra se llevó la mano al pecho y el anestesiólogo cerró los ojos un instante, como agra