La tarde se deslizaba sobre la ciudad con un calor amable, de esos que invitan a prolongar las caminatas y detenerse en los escaparates. Desde el taxi, Ana Lucía observaba el paisaje urbano: fachadas de colores gastados, puestos de frutas que derramaban aromas dulces en las esquinas, niños que corrían detrás de una pelota en un parque improvisado entre edificios. A su lado, Emma llevaba la nariz pegada al vidrio, maravillada por cada detalle.
—Ana, mira… un señor que vende burbujas —dijo la niña, señalando a un hombre en la acera que soplaba grandes esferas brillantes.
Ana sonrió, acariciándole el cabello.
—La ciudad está llena de cosas bonitas, mi cielo.
De pronto, un impulso se apoderó de ella. Ese día estaba hecho para atesorar momentos, no para ir corriendo a casa. Levantó la vista y vio, a pocos metros, una heladería con un toldo a rayas azules y blancas. El letrero decía “La Crema del Cielo”. Del interior salía un olor dulce, mezcla de vainilla y azúcar quemada.
Ana tocó suavem