El sol de la mañana bañaba la ciudad con un resplandor tibio. El aire fresco de finales de verano traía consigo aromas mezclados: el pan recién horneado de la panadería de la esquina, el café tostado de los bares abiertos desde temprano, y un ligero rastro de gasolina que flotaba en las avenidas atestadas.
Ana Lucía había decidido llevar a Emma de compras para la sorpresa. La niña se había levantado entusiasmada, con sus pequeños ojos brillantes y el cabello revuelto que se negaba a permanecer atado en una coleta. Corría de un lado a otro del apartamento mientras Ana le insistía:
—Emma, ponte los zapatos antes de que se nos haga tarde.
La niña reía, mostrando esos hoyuelos que aparecían en sus mejillas cada vez que sonreía.
—¡Ya voy! Pero quiero llevar mi muñeca también, Ana.
—Está bien, pero no la pierdas en la tienda —respondió Ana, dándole un beso en la frente.
Ambas bajaron por el ascensor y salieron al bullicio de la calle. El sol les acariciaba el rostro y el tráfico rugía como