La luz de la mañana se filtraba por las cortinas del departamento, tiñendo la habitación con un resplandor dorado y suave. Afuera, el murmullo lejano del tráfico comenzaba a crecer, pero dentro, el ambiente todavía estaba envuelto en esa calma frágil que precede al inicio del día. El reloj marcaba apenas las ocho, y el aire olía a una mezcla hogareña de café recién hecho y pan tostado, con un toque dulce a mermelada que impregnaba la cocina.
Ana Lucía estaba sentada a la mesa, con una taza de té humeante entre las manos. El vapor le acariciaba el rostro, pero su mirada estaba perdida en la textura irregular de la madera. Vestía una blusa ligera de lino blanco y un pantalón cómodo; había recogido su cabello en un moño bajo, dejando que algunos mechones sueltos enmarcaran su rostro. Por fuera parecía serena, pero por dentro, cada sorbo de té era un intento de calmar el nudo que tenía en el estómago.
El crujir de un plato contra la mesa la hizo volver en sí. Maximiliano apareció desde la