El sol apenas asomaba tímido por el horizonte cuando los primeros rayos comenzaron a teñir el dormitorio con un resplandor dorado y limpio. La luz atravesaba las cortinas semitransparentes, llenando el aire de una claridad cálida que parecía querer disipar cualquier sombra de duda. El canto de unos pájaros madrugadores llegaba desde los balcones cercanos, mezclándose con el murmullo lejano de la ciudad que despertaba.
Ana Lucía abrió los ojos lentamente. Durante un instante permaneció inmóvil, abrazada a la manta ligera, escuchando el ritmo acompasado de su respiración. Había dormido poco, con sueños interrumpidos por pensamientos que giraban en círculos, pero al despertar sintió algo distinto: una determinación nueva, una fuerza silenciosa que le daba paz.
Se incorporó despacio, se recogió el cabello en una coleta improvisada y se contempló en el espejo del tocador. Su reflejo le devolvió la imagen de un rostro todavía cansado, pero con un brillo distinto en la mirada. Se acarició el