Catalina bajó del taxi apresuradamente frente a la mansión. Pagó sin mirar al conductor, recogió las bolsas de marcas exclusivas que traía en ambas manos y se apresuró a entrar. Una empleada doméstica le abrió la puerta sin decir palabra, notando la expresión frustrada de Catalina.
—¿Dónde está el chofer? —preguntó Catalina, sin dirigirle la mirada.
—No ha llegado, señora.
Catalina se quedó inmóvil por un segundo. Las bolsas colgaban pesadamente de sus dedos, pero su mirada se endureció.
—¿Sabes la dirección de la clínica? —preguntó.
Sin perder más tiempo, giró sobre sus tacones y salió de la mansión con paso decidido. Volvió a llamar un taxi, pero esta vez no para un centro comercial ni una tarde de compras: su destino era la clínica donde su hija se encontraba.
El clima había cambiado. Una brisa más fría rozaba las ventanas del tercer piso de la clínica pediátrica. Ana Lucía estaba sentada en una butaca junto a la camilla, acariciando el cabello de Emma con una ternura infinita. La