La luz blanca del amanecer se filtraba a través de las cortinas pálidas de la habitación 312 del hospital, bañando con suavidad las sábanas planchadas y el rostro dormido de la abuela Lucía. El monitor cardíaco emitía pequeños pitidos rítmicos, y la atmósfera olía a desinfectante, algodón y café reciente, que algún enfermero acababa de dejar en una bandeja del pasillo.
Ana Lucía se desperezó en el sillón junto a la cama, con la espalda algo entumecida por tantas horas sin moverse. Tenía el cabello suelto, algo revuelto por la noche, y en el regazo una manta delgada que le habían puesto sobre las piernas antes de dormirse. Se levantó con cuidado, se acercó a la ventana y abrió apenas un poco para dejar entrar el aire fresco de la mañana. Afuera, el mundo seguía girando: el canto de los gorriones, el ruido lejano del tráfico y el aroma del pan recién horneado de una cafetería cercana le dieron una sensación de normalidad que tanto necesitaba.
Una enfermera de rostro amable y voz baja en