El sol de la tarde caía sin piedad sobre la ciudad, pero dentro de la imponente mansión, el aire acondicionado mantenía el ambiente frío, casi tanto como su expresión. Estaba sentada en el borde del sofá, las piernas cruzadas con elegancia y un vaso de agua con hielo entre las manos. La televisión estaba encendida, pero no le prestaba atención. Su mente estaba en otro lugar, en la clínica donde su hija seguía internada y en los movimientos que debía ejecutar cuanto antes.
El timbre sonó con una campanada seca. Catalina no se movió, una chica paso y abrió la puerta. Ahí estaba Francisco, de traje oscuro, con el ceño fruncido y una mirada cargada de tensión.
Pasó por un lado de la chica y se acercó hasta donde Catalina.
—¡Ya me enteré de lo de Emma! —espetó sin siquiera saludarla, entrando sin esperar invitación. —No puedo creer que la niña haya llegado a este punto. Te lo advertí, Catalina. ¡Te lo advertí muchas veces!
Catalina cerró la puerta con calma y se dio la vuelta, mirándolo co