El cielo apenas comenzaba a teñirse de tonos malva y coral cuando Ana Lucía descendió en silencio por las escaleras de la mansión. Llevaba un suéter beige encima del pijama, el cabello recogido en una trenza suelta, y en sus manos un pequeño bolso de cuero con documentos médicos, un frasco de medicamentos y un libro.
Le habían informado por la madrugada, de la intervención de su abuela por una fiebre repentina, y aunque le decían que estaba bien, ella no podía estar tranquila.
El aire matinal tenía un frío suave, de esos que humedecen las hojas y hacen que el aliento se vuelva visible por unos segundos. Afuera, el canto de los mirlos empezaba a despertar al jardín, y una brisa perfumada de azahares y lavanda se colaba por las rendijas de las ventanas.
La casa dormía aún, o al menos eso pensaba ella.
Pero al llegar a la puerta principal, encontró a Maximiliano esperándola junto al umbral, vestido con jeans y camisa de lino remangada, una taza de café en la mano. Tenía ojeras leves, com