Underground

Cindy

El coche avanzaba con un rugido sutil por las calles iluminadas. Yo estaba sentada a horcajadas sobre Bruno, sintiendo el calor de su cuerpo a través de la fina tela de mi vestido. Su móvil empezó a vibrar.

Me alejé en mi posición mirándolo. Bruno era un hombre solicitado.

Él permanecía imperturbable, mientras contestaba, con la mirada fija en el frente, aunque su otra mano se aferraba con firmeza a mi cintura, estabilizándome. Mientras el sonido grave y áspero de una voz masculina emergía desde el auricular. No logré entender las palabras exactas del hombre al otro lado de la línea, pero su tono vibrante era inconfundible: autoridad pura.

Bruno se inclinó ligeramente hacia el lado de la ventanilla, apartándose un poco de mí. Lo observé en silencio, mi curiosidad creciendo a cada segundo.

—Se me retrasó el vuelo, tuve algo importante que hacer, pero ya voy en camino —respondió Bruno con un tono tan cortante como siempre. Sus palabras eran medidas, precisas, como si no tuviera tiempo para explicar más de lo necesario.

La voz del otro lado continuó hablando. A pesar de no entender el contenido, pude percibir la intensidad en el intercambio. Y entonces Bruno pronunció algo que hizo que un escalofrío me recorriera la espalda:

—Esa lacra ha estado provocándome desde hace tiempo. Si buscaba cabrearme, lo ha conseguido. Ha puesto los ojos en alguien que no debía, y quiero su cabeza.

Me quedé inmóvil sobre él, sintiendo cómo cada palabra caía como un martillo en mi mente. ¿De quién hablaba? ¿Qué estaba pasando? Esa voz firme y fría, como una sentencia, me dejó sin aliento.

Bruno terminó la llamada con un gesto seco. Durante unos segundos, permanecí en silencio, intentando procesar lo que acababa de escuchar.

—¿Que ocurre? —pregunté comenzando a preocuparme.

—Intentaron secuestrarte.

La sangre se me heló. Mi cuerpo entero se tensó mientras lo miraba, tratando de encontrar algún indicio de que estaba bromeando, aunque sabía que no era el tipo de hombre que bromeaba con algo así.

—¿Qué? —logré articular, mi voz casi un susurro.

—Hace menos de una hora —dijo, sin apartar la vista del camino—. Destrozaron tu casa y hubieron muertos.

Mis manos comenzaron a temblar. Me las apreté contra las piernas, intentando controlar el miedo que subía por mi pecho como una ola gigante.

—¿Quiénes eran? ¿Por qué…? —Mi voz se quebró antes de terminar la pregunta.

—Eran enemigos míos —dijo, su voz baja pero cargada de una intensidad que me puso la piel de gallina—. Yo no quería involucrarte en lo mío, ¿Entiendes? Pero se me ha ido de las manos, y harían cualquier cosa para hacerme daño. Incluso ir tras ti.

—¿Por qué yo? —pregunté, con un nudo en la garganta.

—Me han visto contigo, y todos los que están cerca son objeto de blanco.

Las palabras cayeron como un martillo en mi pecho. Mi corazón latía con fuerza, una mezcla de miedo, confusión y algo más que no podía explicar.

—¿Fue por el festival de las flores? —balbuceé.

El negó en automático.

—No, esto no tiene nada que ver contigo, es culpa mía, no tuya ¿Entiendes?

Me quedé en silencio, mirándolo y procesando todo.

—No puedes volver a tu departamento —dijo finalmente, su voz definitiva—. Ya no es seguro. De ahora en adelante, vas a vivir conmigo.

—Pero… Rocío… la casa, ella. No puedo dejarla, es mi familia.

—Rocío estará bien —dijo, su tono algo más suave—. Mientras estamos de viaje estará en la mansión con Dan. Van a estar protegidos, con seguridad las veinticuatro horas. No correrán peligro, cuando regresemos arreglaremos lo de la vida de Rocío, pero ya no puedes seguir trabajando en el casino, ninguna de las dos —me miró con una mirada analítica.

Me quedé en silencio, intentando asimilar todo lo que acababa de decir. Mi vida, mi mundo entero, parecía haberse dado la vuelta en cuestión de minutos. Pero cuando lo miré a los ojos, supe que no tenía otra opción. No porque él no me la estuviera dando, sino porque confiaba en él. Hace menos de dos horas yo no era nadie, y ahora parecía que me había convertido en una prófuga, o alguien importante.

—Vale —respondí finalmente, mi voz suave aún asimilando.

Bruno me apretó un poco más contra él, como si ese gesto lo hiciera sentir más seguro de mi presencia. Era preocupación, pero también algo más profundo, algo que no estaba acostumbrada a ver en él y que no entendía.

—Te prometo que no voy a dejar que nada te pase —dijo, su voz baja pero cargada de una intensidad que me hizo sentir segura a pesar del miedo que sentía en el pecho.

—Lo sé —respondí.

Él parecía querer contarme algo, pero su móvil volvió a vibrar, lo sacó al momento como si hubiera estado esperando esa llamada. Justo en ese momento el coche se detuvo, la puerta se abrió y el aire cálido de la noche me envolvió.

Salí tras Bruno, mientras él hablaba, yo sintiendo el asfalto frío bajo mis pies descalzos. Mi vestido de seda se agitaba ligeramente con la brisa, mientras mis ojos se acostumbraban a las luces brillantes del lugar.

Frente a nosotros, una pista de aterrizaje privada se extendía como un escenario de lujo. Habían varios aviones estacionados, cada uno más impresionante que el anterior, con sus superficies relucientes reflejando las estrellas. Mi boca se abrió ligeramente por la sorpresa. Jamás había estado tan cerca de un avión, mucho menos de uno privado.

A nuestro alrededor, un pequeño ejército de hombres se movían con precisión milimétrica. Eran al menos cuarenta, todos vestidos de manera impecable, armados y en constante movimiento. Algunos estaban formados, como si fueran soldados esperando instrucciones. Otros patrullaban el área, atentos a no se qué. El ambiente estaba cargado de tensión y respeto, y todo parecía girar en torno a Bruno.

Delacroix avanzaba con pasos firmes, sin dejar de hablar por el teléfono, como si cada movimiento estuviera perfectamente calculado. Su presencia era imponente ante todos, y los hombres a su alrededor lo miraban como si estuvieran frente a un rey.

Cuando llegamos a la escalera del jet, un hombre mayor se acercó a él, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto. Bruno le dirigió una mirada rápida antes de hablar apartando el teléfono de su oreja:

—Consíguele un pasaporte. Para cuando aterricemos en Turquía, lo quiero listo —ordenó, señalándome con un leve movimiento de su mentón.

El hombre asintió de inmediato, desapareciendo como si acabara de recibir una orden divina. Me quedé paralizada por un momento, procesando sus palabras. ¿Un pasaporte? ¿Turquía? Quería preguntar que íbamos hacer exactamente allí, pero ya estaba subiendo las escaleras del jet, y yo lo seguí.

Al entrar, mis ojos se encontraron con un lujo elegante. El interior del jet era impresionante: asientos de cuero blanco, una iluminación suave que creaba un ambiente relajante, y detalles dorados que hablaban de un nivel de opulencia que no podía ni imaginar. Las ventanas estaban rodeadas de cortinas de terciopelo, y había una pequeña barra con botellas de lo que parecían ser los licores más caros del mundo.

Mientras caminaba despacio, Bruno permanecía de pie cerca de la entrada, hablando por teléfono en voz baja. Sus palabras eran rápidas y en un tono firme, mencionando nombres y términos que no entendía: algo sobre cargamentos, rutas y armamentos. Era como si estuviera manejando una operación de dimensiones que yo no podía siquiera imaginar.

Del pasillo apareció una azafata mirándome con una curiosidad abrumadora. Le sonreí.

—Hola, ¿trabajas para él? —señalé a Bruno, y ella siguió mi dedo con la vista. Luego asintió.

—Podrías conseguirme…

—Un momento —me interrumpió. Cruzando por mi lado. La seguí con la vista, ella se acercaba a Bruno.

—Disculpe señor Delacroix —dijo en un tono de cautela lleno de respeto—. La señorita que lo acompaña, me ha pedido…

—Todo lo que diga, hazlo —la interrumpió Bruno con un tono firme y sin titubeos, como si no hubiera nada más que discutir. Y volvió a la llamada que aún sostenía.

La mujer se enderezó de inmediato, como si hubiera recibido una orden directa de un comandante. Luego se alejó con cuidado y volvió frente a mí.

—Señorita, disculpe los inconvenientes, estoy a su servicio. ¿En qué le puedo servir?

Por un segundo, me quedé en blanco. No estaba acostumbrada a que alguien me hablara de esa manera, como si yo también formara parte de ese mundo lleno de lujo y autoridad.

Aclaré mi garganta, tratando de parecer más tranquila de lo que realmente estaba.

—¿Podrías traerme un vaso de agua, por favor? —pregunté con suavidad.

La azafata asintió, pero antes de que pudiera retirarse, añadí casi sin pensar:

—Ah, y… ¿tienen unas chanclas?

El gesto de la mujer se congeló por un segundo, claramente desconcertada. Sus ojos se movieron brevemente hacia mis pies descalzos, y luego volvieron a mi rostro con una mezcla de profesionalismo y confusión, finalmente sonrió.

—¿Chanclas, señorita?

—Sí, algo cómodo para los pies.

—Entendido —respondió finalmente, recuperando su compostura. Luego hizo una pequeña inclinación de cabeza y se alejó con pasos elegantes.

Bruno ya estaba a mí lado. La chica no tardó en traer lo que le había pedido. Me trató súper bien y me hizo charla sobre temas superficiales y comentarios halagadores de lo guapa que era.

Bruno parecía ocupadísimo aunque permanecía mirándome a cada rato, y yo después de ir al baño como tres veces, pedir de comer y descargarme varios juegos en el teléfono de Bruno, el cual le pedí prestado para jugar, finalmente me quedé dormida.

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