Mundo ficciónIniciar sesiónBruno Delacroix
Yo la observé un momento más, evaluando sus gestos, su incomodidad. No la culpaba por querer divertirse, siendo honesto verla bien era lo único que me interesaba. La sujeté de la muñeca moviéndola a la zona de pago. —Haz dicho que invitabas —simplifiqué—. Paga, que nos vamos. Ella me miró como si esperara que le reclamara, y yo desvié la vista buscando tantear algún movimiento extraño. Cuando finalmente terminó, se giró hacia mí. Su andar era más pausado ahora, más contenido. La vi detenerse a mitad del camino, señalando algo en la esquina del restaurante. —Bruno… — dijo suavemente mientras levantaba la mano para señalar, con un gesto casi tímido. Seguí la dirección de su dedo y entonces lo vi, un montón de bolsas. Las bolsas estaban apiladas en un rincón como si fueran un monumento al consumismo de lujo: Hermès, Chanel, Dior, Louis Vuitton. Había por lo menos treinta, y aunque para cualquiera aquello sería excesivo, para mí era apenas un detalle insignificante. No era el dinero lo que me importaba en absoluto, sino lo que había detrás de todo aquello. La vi señalar las bolsas con una mezcla de timidez y orgullo, y luego levantó la mirada hacia mí. Su carita… Dios, esa carita. Era imposible no sentir cómo algo dentro de mí se desmoronaba. —He comprado estas… cositas —dijo, en un tono suave, casi como si estuviera confesando un secreto. Lo que me desarmaba era la forma en que trataba de justificarse, como si esperara que me enfadara. Lo último que quería era que pensara que estaba bajo algún tipo de límite conmigo. Arqueé una ceja y di un par de pasos hacia ella, con una calma que contrastaba con su aparente nerviosismo. — ¿Cositas? —repetí con un tono neutro, aunque al borde de sonreír. — Sí, bueno… —bajó la mirada, jugando con el dobladillo de su vestido—. Creo que me pasé un poquito. Lo siento. Suspiré, pero no de frustración, sino porque esa mezcla de culpabilidad y dulzura me hacía sentir algo que no podía describir. Coloqué una mano debajo de su barbilla, obligándola a levantar la cabeza para que me mirara. — ¿Has comprado todo lo que te gustaba? —pregunté, directo, manteniendo mi mirada fija en la suya. Ella dudó por un segundo, mordiendo ligeramente su labio inferior. Finalmente, asintió, con ese gesto tímido. Sonreí de lado, inclinándome un poco hacia ella. —Ok. Entonces no hay problema. —¿No estás molesto? —No. Tomé su mano con firmeza, pero con cuidado de no parecer brusco. —Vamos. —¿Y las bolsas? —Alguien de mi equipo se encargará de traerlas. Ella dejó que la guiara hacia la salida, pero antes de llegar tiró ligeramente de mi brazo para detenerme. Me giré para mirarla, esperando que dijera algo, y ahí estaba, con una pequeña arruga en la frente que dejaba claro que algo la inquietaba. —Vine con Rocío y Dan. No puedo dejarlos aquí. Me detuve por un momento, procesando su preocupación. —No te preocupes por ellos. Uno de mis hombres ya los va a ubicar. Vendrán detrás de nosotros en otro coche. Tú vienes conmigo. Asintió con suavidad, aunque aún había un pequeño atisbo de duda en su expresión. —¿Por qué tanta prisa? —preguntó mientras seguía mis pasos sujeta de mi mano. —Te lo explicaré más tarde, Cindy. En otro lugar —respondí, con un tono que no dejaba espacio para preguntas. Sabía que no entendía el motivo de mi urgencia, pero lo que más me importaba era sacarla de allí. El dinero no era nada. Las bolsas no significaban nada. Lo único que importaba era ella, y asegurarme de que estaba a salvo. Mientras caminábamos hacia la salida, justo en la puerta le di las órdenes a uno de mis hombres para que se encargue de Rocío, de Dan y de las bolsas. La música del restaurante aún resonaba en mis oídos mientras salíamos al exterior. La noche me envolvía el ambiente con su calidez, y aunque estaba enfocado en mantener el control, no podía ignorar la ligereza en su paso, como si toda la escena de antes le hubiera proporcionado una chispa extra de energía. Cindy caminaba a mi lado, balanceando ligeramente el brazo que yo sostenía con firmeza. Su vestido rojo sencillo le caía como un guante, resaltando aún más esa aura despreocupada que me volvía loco. Cuando finalmente llegamos al punto donde uno de mis hombres esperaba con la puerta del coche abierta, Cindy tiró suavemente de mi mano, obligándome a detenerme. Giré hacia ella con una mezcla de paciencia y anticipación. —Quedémonos un rato más —me dijo con una sonrisa traviesa, inclinando la cabeza hacia el restaurante. Fruncí ligeramente el ceño, era evidente que ella estaba ajena a lo que había ocurrido en su departamento, y esa actitud juguetona me hacía perder la concentración. —No, tenemos que irnos. —¿Por qué? —preguntó, mirándome con esos ojos que parecían desafiar cualquier argumento lógico—. ¿Por qué no nos quedamos? No tienes que bailar sino te gusta. —Cindy… —empecé, tratando de explicarle sin querer hablar del tema ocurrido en este lugar, pero ella levantó una ceja, interrumpiéndome. —¿Es porque no te van las fiestecitas? Esto no es una cita. Relájate un poco —Se cruzó de brazos, apoyando su peso en un pie mientras me miraba con esa sonrisa entre tierna y dulce que siempre parecía desarmarme. Suspiré, queriendo estar serio. —No, no vamos a quedarnos. Ella se echó a reír, como si mis palabras fueran una broma. No me importaba que la gente nos mirara, ni las apariencias. Lo único que quería era sacarla de allí, pero no estaba ayudando el hecho de que ella pareciera verlo todo como un juego. —Eres aburrido —acusó, haciendo un puchero—. Me voy a quedar un rato más no voy a irme. En ese momento, algo dentro de mí simplemente decidió tomar el control. Antes de que pudiera reaccionar, me incliné, rodeé su cintura con un brazo y, con un movimiento rápido, la levanté sobre mi hombro dejando su cabeza boca abajo. —¡Bruno! —gritó entre risas, golpeando mi culo suavemente con las manos—. ¡Bájame, señor control! Sus palabras casi me hicieron reír, mientras caminaba hacia el coche con paso firme, ignorando por completo las miradas curiosas de la gente a nuestro alrededor. Mis hombres estaban al tanto. Cindy seguía riéndose, incapaz de tomarme en serio. Sus piernas moviéndose ligeramente mientras trataba de liberarse, aunque no lo hacía con fuerza real. Era más como un juego para ella. Cuando llegamos al coche, le lancé las llaves a uno de mis hombres que estaba cerca para que condujera. Abrí la puerta trasera, la bajé con cuidado y la acomodé dentro antes de cerrar metiéndome con ella. —No puedo creer que hicieras eso —dijo entre risas mientras se acomodaba en el asiento, sus mejillas ligeramente sonrojadas. —Tu me obligas hacer cosas raras. Ella seguía riéndose mientras se inclinaba hacia adelante, jugando con el borde de su vestido para acomodarlo mejor. Una vez que el coche comenzó a moverse. De repente, se deslizó más cerca de mí en el asiento, levantándose un poco el vestido para tener más movilidad. Antes de que pudiera decir algo, se acomodó sobre mis piernas, a horcajadas. —¿Qué estás haciendo? —pregunté, arqueando una ceja, aunque mantuve mis manos en su cintura para estabilizarla. —Estoy cómoda así —respondió con una sonrisa descarada. Suspiré, tratando de mantener la compostura mientras su cercanía hacía que todo mi autocontrol se pusiera a prueba. Pero cuando se quedó mirándome fijamente, con esa expresión tranquila y curiosa, supe que estaba a punto de hacer algo inesperado. —Tienes el pelo desordenado —dijo de repente, llevando una mano a mi cabello para alisarlo. Su mano se deslizó hacia mi mejilla, y antes de que pudiera continuar. La agarré suavemente del mentón para acercarme hacia ella. Su mirada bajó hacia mi boca, atraje su rostro a mí nariz. —¿Has bebido? —pregunté de pronto, rompiendo el momento mientras inhalaba ligeramente su aliento. Ella sonrió, divertida. — Solo un poco de vino. Uno muy fino, por cierto. Fruncí el ceño, aunque no porque estuviera molesto, sino porque su actitud relajada me desconcertaba, con razón el motivo de su descarada felicidad, estaba contenta pero no estaba ebria. Ella aprovechó ese momento para reírse suavemente, trazando con sus dedos una línea desde mi mandíbula hasta mi cuello. —¿A dónde me llevas? —preguntó en un tono que era mitad curiosidad, mitad juguetona. —Vamos a viajar —respondí sin rodeos. —¿Ya me echabas de menos? —insistió, ladeando la cabeza con una sonrisa traviesa—. Por eso viniste a buscarme, por qué me extrañabas… —Si lo quieres ver así. —¿Y luego del viaje que haremos? —A casa —empecé, pero su sonrisa me detuvo. La miré por un momento, sosteniéndola con firmeza—. Te vas a vivir conmigo. Por un momento, ella pareció sorprendida, como si no esperara que lo dijera tan directamente. Luego, su sonrisa volvió, más amplia y brillante que nunca. Se acomodó mejor en mi regazo, apoyando la cabeza en mi hombro. —¿Vivir juntos? —preguntó con una voz suave, aunque su tono era juguetón. —Sí —respondí, sin titubear—. Y cuando estemos solos voy a explicarte como están las cosas. Ella me miró como si cayera en que el tema era serio. Y mordiéndose el labio asintió. Miré su boca y ella hizo lo mismo con la mía. De repente, se lanzó a mi boca y yo me aferré a su cintura acariciándola con ambas manos a cada uno de los cachetes de sus nalgas, dejando que la seda del vestido resbalara en la caricia, mientras su boca se perdía entre la mía.






