Quitar al peon

Cindy

Me aparté un poco de Bruno. Todo mi cuerpo seguía temblando, y no solo por el agotamiento físico. Mis emociones eran un caos, una mezcla de deseo, confusión y una pizca de culpa que no quería admitir. Sabía que debía mantener distancia, pero cada fibra de mi ser parecía gravitar hacia él.

El teléfono en su bolsillo vibró nuevamente. No había dejado de hacerlo en los últimos minutos, pero Bruno lo ignoraba por completo, ni siquiera miraba la pantalla. Sin embargo, cuando me separé, el sonido insistente pareció ganar la batalla. Lo vi sacar el móvil y echarle un vistazo rápido.

El nombre en la pantalla lo congeló. Thor.

Sus hombros se tensaron y su mandíbula se apretó, pero no dijo nada. Simplemente guardó el teléfono de nuevo en su bolsillo, su mirada volviéndose más seria, más impenetrable. Luego, con un movimiento firme, se acercó, tomó mi brazo con cuidado y me levantó con una facilidad desconcertante. Me dejó de pie en el suelo como si no pesara nada.

—Voy a cambiarme —murmuré.

Su voz, profunda y firme, me detuvo.

—Te llevo.

Levanté la vista hacia él, y ahí estaba esa expresión seria, esa intensidad en sus ojos penetrantes que me derretía por dentro.

Era un hombre imponente, y cada vez que estaba cerca de él, sentía que el aire se volvía más pesado, más denso. Sus caricias son letales. Y confusa la manera en la que me abrazó, me hizo olvidarme de todo y sentirme segura, había algo, lo sentí en sus manos, en la forma en que me había sostenido, en el leve temblor de sus dedos mientras me acariciaba el pelo.

—Está bien —respondí, apenas un susurro.

—Vamos —dijo con urgencia en su tono.

—Necesito mi mochila. Allí tengo mis cosas, mis llaves, mi dinero...

—No te cambies. Así está bien —respondió rápidamente, con esa voz firme que no admitía discusión.

—Pero necesito la mochila —insistí.

Él asintió, aunque su mirada permaneció fija en mí, como si temiera que desapareciera si me alejaba demasiado.

—Te espero, ve por ella mientras resuelvo una cosa —comentó. Asentí.

Mientras me dirigía hacia los vestuarios, escuché cómo sacaba nuevamente el teléfono y marcaba un número. Su voz baja resonó en el pasillo, pero no pude escuchar lo que decía.

Mis piernas seguían temblando mientras caminaba. Cada paso era un recordatorio de lo que había pasado momentos antes. Mi piel todavía sentía el roce de sus manos, y mis pensamientos volvían una y otra vez a lo que habíamos hecho. Pero junto con el deseo, también llegó la punzada de la realidad.

Era solo sexo. Siempre había sido solo sexo entre nosotros. Entonces, ¿por qué sentía este nudo en el pecho? ¿Por qué me dolía admitirlo?

Llegué al pasillo de los vestuarios, y ahí lo vi. Me congelé.

Gabriel.

Estaba sentado en el suelo, con la mirada perdida. Pero al escuchar mis pasos, levantó la cabeza, y su rostro se iluminó al verme. Sentí que la sangre abandonaba mi rostro.

Soy peor que Raúl. Mi ex, él solo se besó con otra mientras andaba conmigo. Yo... Yo fui mucho más allá. Me follé a otro, sin él más mínimo ápice de arrepentimiento, y ni siquiera pensé en Gabriel mientras lo hacía.

Acabo de graduarme en putería.

Me había comportado como una zorra.

Desde aquel día en que acepté ser su novia, no habíamos hablado. Ni un mensaje, ni una llamada. Rocío me había dicho que él había preguntado por mí un par de veces, me envió su número en un papel, pero no había hecho el esfuerzo de buscarlo. Ahora, verlo aquí, frente a mí, solo me hacía sentir más culpable. Miserable.

—Cindy —dijo suavemente mientras se levantaba—. ¿Te sientes mejor? Rocío me dijo que tenías varicela.

Su voz era cálida, preocupada, pero yo no podía mirarlo a los ojos. Me quedé inmóvil mientras él se acercaba y levantaba una mano para acariciar mi rostro, y acomodaba los mechones que Bruno se había encargado de desordenar. Sus dedos eran suaves, su toque reconfortante, pero no sentí nada.

Nada.

—No era verdad —murmuré, bajando la mirada—. Lo siento. Tenía algunos problemas y no quería venir.

Gabriel frunció el ceño, claramente confundido.

—¿Qué problemas? ¿Por qué no me llamaste?

Intenté esquivar la pregunta.

—¿Qué haces aquí? El jefe dijo que todos podían irse a casa.

—Vi a Rocío irse sola y me dijo que te habías quedado. Han pasado tres días, Cindy. No podía simplemente irme sin verte.

Su sinceridad me hizo sentir peor. Él era amable, atento, y yo no lo merecía. Cuando se inclinó para mirarme más de cerca, su rostro se llenó de preocupación.

—¿Estás bien? Te ves pálida —preguntó mientras su mano volvía a acariciar mi rostro.

Mi cuerpo se mantuvo rígido. Su cercanía no me tranquilizaba, me ponía más ansiosa.

Su mirada buscaba la mía, pero yo evitaba el contacto visual. Gabriel se acercó un poco más, y su otra mano tomó la mía con suavidad, pero el peso de su preocupación, de su bondad, solo hacía que mi pecho se apretara más.

—Estoy bien, de verdad —mentí.

—No lo parece —dijo en un susurro—. Me preocupaste mucho, Cindy.

Mientras hablaba, su rostro se inclinó hacia el mío, y el aire entre nosotros se volvió pesado. Podía sentir su intención, el modo en que sus labios intentaron buscar los míos, pero yo retrocedí, separándome antes de que pudiera acercarse más.

—Gabriel... no puedo.

Él frunció el ceño, confundido y herido al mismo tiempo.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

Respiré hondo, buscando las palabras correctas, aunque sabía que ninguna lo haría sentir mejor.

—No puedo seguir con esto. Lo siento mucho, Gabriel, pero no puedo seguir con lo nuestro.

El impacto de mis palabras fue inmediato. Su rostro se contrajo, y un brillo de incredulidad apareció en sus ojos.

—¿Qué? No entiendo. Hace unos días dijiste que sí...

—Lo sé —interrumpí, con la voz quebrada—. Fui una idiota. Estaba confundida, y no fui honesta contigo ni conmigo misma.

—¿Confundida? ¿Por qué? ¿Qué está pasando?

—Lo siento —repetí, bajando la mirada—. Si quieres odiarme, está bien. Lo merezco. Pero no puedo hacer esto, no puedo convertirme en una persona que juega con los sentimientos de alguien. No sería justo para ti.

Gabriel apretó los labios, luchando por procesar lo que acababa de escuchar.

—¿Esto es por otra persona? —preguntó finalmente, su tono más frío ahora—. ¿Es Bruno?

Mi cuerpo se tensó al escuchar su nombre.

—Eso no es asunto tuyo —respondí, levantando la cabeza para mirarlo directamente.

—¿No es asunto mío? —replicó, dando un paso hacia mí—. Cindy, llevamos días sin hablar, pero no soy estúpido. Vi cómo te miraba en el almacén. El jefe nunca baja al almacén. Nunca.

—Gabriel, por favor...

—No, escúchame —interrumpió con un tono colérico, aunque su voz no era alta—. ¿Sabes qué tipo de hombre es Bruno? Es el tipo de hombre que usa su dinero, su poder, para envolverte. Casi te dobla la edad, sé cómo son los hombres como él, buscan divertirse con chicas jóvenes, lo de su clase creen que lo merecen todo. ¿De verdad crees que le importas?

Sus palabras encendieron algo dentro de mí, algo que no esperaba. Y me dolió un poco también.

—Lo que pase en mi…

—¡Solo quiere aprovecharse de ti! —me interrumpió.

Di un paso atrás, intentando controlar mi respiración y mantener la calma.

—Esto es entre él y yo. Y tú y yo... ya no somos nada.

—¡No me digas que no tengo derecho! —exclamó, tomándome de la muñeca para evitar que me alejara—. ¡Me gustas, Cindy! No he dejado de pensar en ti desde que te conocí. ¡Exijo una explicación!

—Ya te la he dado.

—No la que quiero oír.

Intenté soltarme, pero su agarre era firme, aunque no doloroso.

—Gabriel, déjame ir.

—Dime la verdad —exigió, su mirada ardiendo de frustración y celos—. ¿Qué significa él para ti? ¿Qué te da? Yo puedo dártelo también…

Lo miré directamente, dejando que mis palabras fueran un golpe seco.

—Eso no te importa. Ya terminamos, ninguno de los dos nos debemos explicaciones.

Su agarre se aflojó, y su rostro mostró una mezcla de dolor y rabia.

—Sabes qué, Cindy —dijo, con un tono que ahora era casi un susurro lleno de resentimiento—. Ya lo veía venir. Desde que vi cómo se puso el jefe contigo en el almacén... No es común. No para él. Solo quiere llevarte a su cama.

Quería gritarle, ¡basta! Pero me contuve. Sabía que lo que hablaba era su dolor y resentimiento por haber jugado con su declaración hacia mi.

—No quiero discutir contigo, Gabriel. Esto se acabó. Déjame ir.

Él respiró hondo, su pecho subiendo y bajando mientras luchaba por controlar su enojo.

Escuché unos pasos acercarse y entré en pánico, la amenaza de Bruno se hizo presente de súbito: si vuelvo a ver a Gabriel cerca de ti, lo mato.

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