0.18

Bruno

—Eres una provocadora, Cindy —dije, mi voz baja y ronca—. Siempre lo has sido.

Su malditos ojos llevan provocándome desde el primer día, me hizo prisionero de su boca y me volvió adicto a su cuerpo.

Era embriagante, tenía que admitirlo.

Ella trató de empujarme, sus manos contra mi pecho, pero no tenía fuerza real detrás de ese intento. Al contrario, sus dedos se aferraron a mi camisa, como si temiera que me apartara.

—Y ahora... —continué ronco, sujetando sus muñecas con una mano y levantándolas sobre su cabeza, inmovilizándola contra la pared—. Vas a aceptar lo que has provocado.

Mi boca volvió a capturar la suya mientras mi otra mano exploraba su cuerpo con total descaro. Sentí cómo se tensaba y luego se dejaba llevar, entregándose por completo. Cada gemido ahogado, cada jadeo, era un testimonio de que, aunque intentara resistirse, su cuerpo hablaba por ella.

—Mírame —le ordené, separándome apenas lo suficiente para ver su rostro. Sus ojos, brillando y nublados por el deseo, se encontraron con los míos, y ese fue el momento en que lo supe.

Había perdido la batalla que ni siquiera sabía que estaba librando.

Con un movimiento rápido, la tomé en brazos y la llevé al sofá más cercano, dejando que su cuerpo cayera suavemente sobre el cuero frío. Me arrodillé frente a ella, mis manos deslizándose por sus muslos mientras la miraba con una intensidad que hizo que su respiración se detuviera.

—Eres —murmuré, inclinándome para besar el interior de sus muslos, cada beso más cerca de donde sabía que me quería—. Eres la delicia más rica…

Su cuerpo se arqueó cuando finalmente llegué a mi destino, me abrió las piernas, su deseo brillaba entre ellas.

Saqué sus bragas.

Y volví a hundirme. Mi lengua trazando círculos lentos que arrancaron de su garganta un gemido que no intentó ocultar.

Su sabor era embriagador, y cada sonido que hacía alimentaba el fuego que ardía dentro de mí.

Mi polla estaba demasiado dura. Y mi urgencia se hizo decadente.

Recogí con mi lengua todo lo que su humedad me ofrecía.

Me urgía. Necesitaba sexo rápido, la desesperación era demasiada. Y se lo hice saber cuándo me incorporé abriendo mi cinturón.

Sus ojos me miraban con deseo.

Miré en el centro de sus piernas, se había vuelto a mojar. Mi pantalón estaba a medio bajar cuando me arrodillé en el sillón acomodándome en su centro.

Tenía mucho para darle.

Su cuerpo me clamaba aunque ella lo negara. Y eso solo lograba encender algo más oscuro dentro de mí.

Acaricié con la punta su sexo. Haciéndola gemir.

Mi mano se deslizó hasta su garganta, envolviéndola con una firmeza que la hizo inhalar bruscamente. No era fuerza para lastimarla, pero si para que sintiera que no tenía escapatoria.

—Eres mía —gruñí, mis ojos clavados en los suyos, mientras me clavaba en ella de una estancada—. Y no voy a permitir que olvides eso.

Ella abrió la boca para responder, probablemente con alguna réplica mordaz, pero no le di oportunidad. Apreté más mi mano contra su cuello, inclinándome hasta que nuestras frentes casi se tocaban. Y la volví a embestir haciendo que su cuerpo brincara.

Gimió.

—¿Vas a decirme que no te gusta esta polla? —mi voz ronca, cargada de una posesividad que no podía ni quería ocultar.

La volví a embestir, duro, profundo.

—Bruno... —jadeó, su voz temblorosa, ella ya había perdido el control. Y aquel gemido fue una súplica.

Me deseaba y eso me prendía. Le gustaba lo que le hacía. Su cara me llenaba de morbo, dulce, deseosa, llena de placer, maldita droga adictiva.

—Pídelo —gruñí, acercándome aún más, hasta que mis labios rozaron los suyos sin darle el gusto de un beso completo.

Se inclinó buscando besar mi boca, pero solo pudo saborear mi labio inferior antes de que me apartara.

—Hazlo —suplicó.

Con un movimiento brusco, la tomé de las caderas y la giré, dejándola en cuatro de espalda en el sillón. Mis manos bajaron hasta sus muslos, levantando su falda sin delicadeza, exponiendo su piel a mi toque. Le propiné una nalgada que la hizo brincar.

—Todo esto es mío —dije, mi voz un gruñido bajo mientras mis dedos se hundían en su piel, y la manoseaba.

Mi polla erguida rozaba el cachete de sus nalgas.

Ubiqué su entrada bien mojada y la penetré, llenándola por completo.

Sus dedos se aferraron al borde del sillón. Y el gemido fue modesto.

A eso le siguieron varios gritos más.

El ritmo era frenético. Duro y crudo. Eufórico.

Yo gruñía, ella gemía.

Sus dedos se aferraban desesperados a los bordes, mientras los míos se cerraban en su cintura.

Ella estaba demasiado excitada, la manera en la que gritaba me lo confirmaba.

Era un puto éxtasis adictivo.

Enredé mis dedos en su pelo obligándola retroceder y pegar su espalda a mi cuerpo. Gruñí en su oído y enrollé una mano sobre su cuello y mientras que la otra estimulaba más bajo en su sexo.

No me detuve.

Aporreé su culo hasta cansarme, hasta sentir como nuestros cuerpos sudaban.

Mas duro.

Mas rápido.

Jugaba con el ritmo, hasta cansarla, ella también se movía en busca de saciar su hambre de mi. De esto que empezaba a ser nocivo entre los dos.

Gemidos más altos.

Sus respiraciones más errática. La mía desesperada.

Sus gemidos mas agudos, nuestros cuerpos más acelerados.

—Así, así…. así… —pidió con pequeños gritos.

Un pico de frenesí.

Y después…

La calma.

Había dejado caer el peso de mi cuerpo sobre ella, por casi dos minutos. Los dos en una posición incómoda sobre el sillón, pero necesaria para recuperarnos.

Pasado un momento más, ese instante donde se empieza a recuperar la cordura, ella se movió.

Luego se separó de mi. Yo busqué acomodarme la ropa y luego me dejé caer en el sillón.

Mis ojos observaban como ella se colocaba las bragas con la vista en el suelo y un semblante totalmente esquiva.

Sujeté su muñeca cuando intentó irse.

—¿Qué pasa? —mi voz salió suave, casi irreconocible.

Ella levantó la vista y lo que vi en sus ojos, fue una daga en llama, no la pude descifrar, pero que se le humedezcan los ojos me hundió.

La atraje hacia mi, está vez con sutileza y la acomodé ahorcajada sobre mi. La abracé acariciando su pelo. Ella pareció calmarse pero la sentía inquieta.

Por alguna razón rara y fuera de mi entendimiento me afectaba verla así.

—Lo siento —susurré.

Cerré los ojos dejando caer la cabeza hacia atrás.

—Por qué...—habló muy bajo.

—Por no poder darte lo que te mereces.

Sabía que hablaba de sentimientos. La noté cuando salió furiosa de mi mansión y luego buscó esquivarme. No iba inventarme una mentira, pero tampoco quería herirla, no soy de lo que elevan con farsas promesa…

La hice que me mirara y clavé mis ojos en los suyos.

—No quiero involucrarte en todo lo mío, ¿Entiendes?

Ella asintió con la cabeza lentamente, como si lo entendiera. Pero no, no lo entendía, ella no era consiente del peligro que implicaba estar en mi mundo. Y yo sabía que esto se me estaba yendo de las manos.

Si algo me le pasaba, si alguien me la tocaba, iban a conocer al mismísimo Leviatán que hay en mí. Por eso la tenía vigilada día y noche aunque ella no lo supiera.

Ella hundió su rostro en el hueco de mi cuello y nos quedamos así, abrazados, sintiendo nuestras respiraciones.

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