0.29

Bruno Delacroix

La foto fue rápida, y Victoria no estuvo presente, había desaparecido de el ambiente.

Eché un vistazo rápido al móvil encendiéndolo el cual apagué por precaución, sabía que no me iban a rastrear pero lo preferí así. En automático el móvil se sacudió dejando entrar un cúmulo de mensajes y llamadas perdidas. Eché una ojeada rápida, viendo que algunas eran importantes y otras las podría resolver más tarde. Thor me había llamado y Frédéric también.

Me acerqué a despedirme diciendo que me tenía que ir. Tardé más tiempo despidiéndome de mi hija, ella me pidió que le comprara una máquina de algodón de azúcar, yo le prometí que sí, finalmente tuve que obligar a mi madre y a Ivette a soltar a Cindy. Casi me suplicó para que la volviera a visitar pronto y que trajera a Cindy, fue un requisito.

Mis hombres también se movieron rápido. Le di órdenes claras a los quince guardaespaldas de mi hija antes de marcharme.

Los movimientos restantes fueron prácticamente mecánicos, hasta que subimos al jet. Cindy se sentó frente a mí, traía dos bolsas en la mano y una caja que no sabía de dónde había sacado.

El avión ya había alcanzado la altura de crucero cuando Cindy rompió el silencio.

—Tu familia es muy alegre —comentó, su tono relajado mientras se comía unos chuches de una bolsita de seda que habían regalado en el bautizo—. Son diferentes a lo que esperaba.

Levanté una ceja, mirándola de reojo.

—¿Y qué esperabas?

Ella se encogió de hombros con una leve sonrisa.

—No sé… Gente fría, seria, con trajes oscuros y ceños fruncidos. Ya sabes, como tú.

Solté una carcajada.

Ella río también.

—Es la primera vez que te hago reír así —dijo haciendo que cesara mi risa aunque no desapareció de mis labios.

—No todos son como yo.

—Eso es evidente —dijo, girándose hacia mí—. Tu madre es increíblemente amable. Me habló mucho sobre ti.

Esa afirmación captó mi atención.

—¿Ah, sí? ¿Y qué te dijo?

Cindy sonrió como si tuviera un secreto.

—Que de niño eras terco.

—Eso no es una novedad.

—Y que, aunque no lo demuestres mucho, eres un buen hombre.

No respondí de inmediato. Elena siempre había sido la única persona que me veía más allá de la imagen que el mundo tenía de mí.

—Parece que te quiere mucho —añadió Cindy en voz baja.

—Es mi madre.

—Sí, pero no todos tienen una madre que los mira como ella te mira a ti.

Sus palabras flotaron en el aire unos segundos antes de que ella continuara.

—También me dijo que cuando eras pequeño, querías ser piloto.

Fruncí el ceño.

—¿Te contó eso?

—Sí. Dijo que cuando tenías cinco años, no te despegabas de un avión de oro que te regaló tú padre.

Mis ojos se ensombrecieron.

—Todos cambiamos.

Cindy me observó en silencio por un momento.

—Me gustó haberle caído bien, me hicieron sentir parte de…—Desvió la mirada hacia la ventana del avión, cómo si fuera un sentimiento lejano, que no pudiera contar.

Yo la observaba, permanecía metida en su cabeza, hasta que decidí hablar.

—¿Y tu familia?

Cindy parpadeó, sorprendida.

—¿Mi familia?

—Sí.

No respondió enseguida. Bajó la mirada, como si no esperara la pregunta. Como si no quisiera responderla.

Esperé.

Cuando no habló, insistí.

—Háblame de ella.

Yo ya sabía una parte, pero deseaba oírlo de su boca.

Cindy suspiró y se encogió de hombros, como si el tema no tuviera importancia.

—No hay mucho que decir. Desde los once años me he buscado la vida, he vendido chicles, lavado coches, hacía mandados a mis vecinos, cualquier cosa para ganar dinero. —Ella estrechó los ojos mirándome como si esperara que yo dijera algo—. No me da vergüenza, siempre he trabajado honrado.

—No tendría por qué darte vergüenza —añadí levantando una ceja—. Aunque ahora no estás con un hombre muy honrado.

Ella me miró con una ceja arqueada media divertida media acusadora.

—¿Y tus padres? —pregunté.

—Mi mamá murió cuando tenía once años, por eso empecé a trabajar.

Su tono era neutro, pero la rigidez en su postura la delataba.

—¿Cómo murió?

Ella tragó saliva antes de responder.

—Se enganchó a las drogas. Los vecinos decían que enloqueció cuando mi padre la dejó. Yo tenía 9 años cuando él se fue, me acuerdo de él. Mi madre no fue la misma.

—¿Murió de una sobredosis?

Ella negó con la cabeza y sus labios se curvaron en una mueca amarga.

—No. Se suicidó.

Hubo una pausa.

Luego, con un tono más bajo, añadió:

—Frente a mí.

Cindy mantenía la mirada fija en un punto indefinido, como si reviviera un recuerdo demasiado pesado para compartir por completo. Sus ojitos parecían luchar por no llorar.

Yo no aparté los ojos. Yo no quería verla triste, yo no quería ver dolor en ella. No me gustaba.

—No me mires así —dijo de pronto, volviendo su rostro hacia mí. Sus ojos brillaban con un destello de desafío—. No necesito lástima de nadie. Soy una mujer fuerte.

—No conozco la lástima.

Cindy frunció el ceño.

—Yo miro con aversión o admiración. Mis ojos no conocen un punto medio.

Ella se quedó callada removiendo los chuches sin mucho interés, el azul hielo de sus ojos clavado en mi como si mis palabras le sorprendieran. Luego desvió la vista, con un brillo en los ojos que antes no estaba.

—Algún día voy a formar mi propia familia, tendré un perro también, habrán dos niños corriendo por el jardín y un esposo que me lleve flores, yo tendría un buen trabajo y me graduaría de la universidad —fantaseó de repente, su voz volvió a ese timbre vivo que la caracterizaba—. Reprobé seis veces el examen de acceso a la universidad.

Ella río sin gracia como si fuera una forma de consolarse.

—Reprobaba porque no tenía el material que necesitaba para estudiar —añadió como si quisiera que entendiera el motivo.

—¿Qué ibas a estudiar? —me interesé.

—Psiquiatría como primera opción, o Psicología clínica como segunda.

Asentí.

—Siempre quise entender qué pasaba por la mente de un suicida —susurró muy, muy bajo—. Aún no lo entiendo.

Yo entendía a donde quería llegar.

—Ven —le extendí la mano.

Ella desabrochó el cinturón de alrededor de su cintura, viniendo hacia mi. La abracé cuando ella se acomodó ahorcajada, mientras la sostenía, luego metió las manos por debajo de mi camisa como si buscara calentárselas y reposó sus sien en mi hombro.

—¿Cómo es? —dije.

Ella movió ligeramente la cabeza como si no entendiera mi pregunta.

—El perro, ¿Cómo es?

Ella se quedó callada un momento como si pensara en la respuesta:

—Grande, con pelaje suave y brillante, ojos tiernos y una presencia imponente. Que todos le teman al verlo, pero que sea una bolita de amor.

Asentí y ella volvió a recostar su cabeza en mi hombro, estuvimos en silencio un rato, poco después escuché su respiración pausada y lenta y supe, que se había quedado dormida.

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