Cindy
El suave murmullo de la ciudad apenas llegaba a la suite, filtrado por los ventanales que daban al balcón. Me desperté lentamente, sin abrir del todo los ojos, envuelta en las sábanas más suaves que había sentido en mi vida, como si estuviera durmiendo en una nube. La cama tenía ese mismo olor inconfundible de las cosas de Bruno, limpio, caro, inalcanzable. Giré la cabeza hacia el balcón y lo vi. Bruno estaba sentado allí, con una taza de café en una mano y un periódico en la otra. Su postura era relajada, pero todo en él irradiaba autoridad incluso cuando no hacía nada. Llevaba una camisa blanca ligeramente desabotonada y pantalones oscuros; su look casual, aunque impecable, lo hacía verse tan sexy que tuve que morderme el labio. El sol de la mañana lo bañaba, destacando los ángulos de su rostro. Entre el periódico y el café, su atención parecía concentrada, pero su mandíbula ligeramente tensa le daba ese aire rudo que siempre llevaba consigo, como si incluso en los momentos de calma estuviera preparado para cualquier cosa. Mi vista se desvió a la mesa cerca del balcón, y tuve que parpadear para asegurarme de que no estaba soñando. Había todo un festín: croissants dorados, frutas frescas, panes, huevos, jugos de colores... Parecía como si hubieran preparado el desayuno para un rey. Al girarme hacia el otro lado, noté algo más: un perchero lleno de vestidos y trajes perfectamente ordenados, junto con zapatillas de diseñador y bolsos caros colocados sobre las mesas cercanas. Todo gritaba lujo, y claramente había sido seleccionado con precisión. Volví a hundirme en las sábanas, deseando quedarme ahí para siempre. Miré el reloj: las 7:15. Aún tenía tiempo, o al menos eso quería creer. Cerré los ojos un momento más, disfrutando la calidez y la suavidad. Un sonido sutil, el crujido de la puerta del balcón al cerrarse, me hizo abrir los ojos. Bruno había entrado, el café en la mano. Su mirada pasó de su característico ceño fruncido a algo más suave cuando se encontró con la mía. —Arriba. Vamos tarde. —Su voz era grave, seca, como siempre. —¿No puedo quedarme cinco minutos más? —murmuré, medio escondida bajo las sábanas. —No. El bautizo empieza a las diez. Son las siete y media. —Se apoyó contra la pared, cruzando los brazos con su típica expresión severa. —Debe ser el cambio de horario... Apenas puedo mantener los ojos abiertos —protesté, sintiendo el peso del sueño aún sobre mí—. Esta cama es demasiado cómoda, parece que estoy flotando. Además anoche no me dejaste dormir mucho que digamos. Bruno no dijo nada. En cambio, dejó la taza sobre la mesa y caminó hacia mí. Cuando se acercó, yo ya estaba apartando las sábanas como si temiera que me fuera a sacar el mismo, solo vestía bragas y sin sujetador. Él me miró de arriba abajo con intensidad. Se inclinó lentamente hundiendo sus rodillas en el colchón, dejé caer mi espalda en la cama mirándolo. Cómo si no pudiera evitarlo dejó un beso en mi hombro, luego otro más arriba, rozando mi clavícula. Sus manos, cálidas y seguras, recorrieron mi cintura mientras su boca seguía un camino suave y firme hacia mi cuello. —¿Qué haces? —murmuré—. No tenemos tiempo… —Despertándote. Siguió besándome. Cada movimiento suyo era medido, como si controlara el tiempo que podíamos permitirnos gastar. No se desvistió, pero sentí como se dejaba el pantalón a medio bajar, apartaba mis bragas encontrándose con la humedad que sus besos habían desatado, y finalmente se hundió. Lo sentí por completo. Ahogué un quejido al tiempo que cruzaba mis brazos por su cuello dejando que me tomara como quería. Llegábamos tarde gracias a Bruno y un poco a mí, pero más gracias a él. El auto se detuvo frente al templo. Era imponente, de piedra clara, con columnas talladas que parecían sostener siglos de historia. Afuera, un jardín perfectamente diseñado se extendía como una alfombra verde. Había fuentes pequeñas, rodeadas de flores blancas y violetas, y el aroma del jazmín flotaba en el aire. Bajé del auto, cuidando cada movimiento. Mi vestido beige de corte clásico, ajustado a la cintura y con detalles de encaje en las mangas, caía con elegancia. Sabía que era el tipo de lugar donde todo debía ser impecable. Bruno ya había salido. Cerró la puerta del auto, cuando estuve a su lado, comenzó a caminar hacia el templo. Llevaba un traje negro perfectamente entallado, y su figura irradiaba autoridad. Lo seguí por el sendero de mármol que llevaba al templo. Íbamos escoltados, y en el jardín también habían múltiples hombres que, se adecuaban al momento llevando trajes negros y auriculares en la oreja. La ceremonia ya había empezado, pero parecía que no hacía mucho tiempo. Había un silencio solemne en la iglesia, roto solo por la voz del sacerdote y los movimientos suaves de los invitados en los bancos. Bruno caminaba junto a mí. Lo conocía lo suficiente para saber que no le gustaba estar aquí, pero, como siempre, mantenía su compostura impenetrable. Yo, por otro lado, sentía los nervios acumulándose en mi pecho. No porque no supiera comportarme, sino porque esto no era lo que hacíamos Bruno y yo. No éramos el tipo de "pareja" que se presentaba a bautizos familiares. De hecho, ni siquiera éramos pareja. Solo… eso. Sexo. Me repetía eso una y otra vez para no despegar los pies del suelo. Un acuerdo sin compromisos, sin preguntas, que cada día me costaba más asumir, yo estaba sintiendo cosas, de las que sentía que no podía hablar con él.