Blood Impact

Cindy

Estábamos de regreso debían ser las 16:00, y estaba nerviosa. Bruno había dado la orden en una llamada, qué todos lo esperaran formados.

Había sentido más movimiento desde que pisamos tierra, la atmosfera estaba pesada. Sabía reconocerlo, crecí en un barrio peligroso, y sabía oler el peligro, había aprendido a controlar el miedo para sobrevivir, pero eso no hacía que dejara de sentirlo.

El coche se había detenido a unos pocos metros de la entrada en la mansión, mi respiración seguía contenida en mis pulmones. Afuera, el mundo parecía haberse congelado en un instante de tensa expectativa. Desde mi asiento, podía ver las siluetas de los hombres de Bruno.

Bruno no dijo nada mientras la puerta se abría. Un hombre de traje negro, con un brazo metálico me ofreció la mano para bajar, pero su mirada era fría, sin rastro de hospitalidad. No era un mayordomo ni un asistente. Era un mercenario, como todos los que estaban desplegados en el perímetro.

Bruno bajó primero, sin apurarse, como si el tiempo mismo se ajustara a su ritmo. Yo lo seguí, consciente de que cada uno parecía observar cada uno de mis movimientos.

El aire estaba cargado de tensión, no la de una bienvenida cálida, sino la de un lugar donde la disciplina y la obediencia eran absolutas.

Frente a la entrada, un contingente de seguridad estaba desplegado con precisión. No eran simples guardaespaldas. Eran hombres curtidos, mercenarios que habían visto y hecho cosas que la mayoría de la gente ni siquiera podía imaginar, se notaba. Algunos tenían cicatrices visibles en la piel, otros en la mirada. Vestían de negro, armados con pistolas en sus fundas, cuchillos asegurados en los muslos y rifles de asalto colgados del hombro, me atrevería a decir que algunos debía ser un francotirador. Cada uno tenía una postura rígida, lista para actuar en cualquier momento.

Pero no eran solo ellos.

A un costado, un grupo de hombres sujetaban las correas de lobos enormes, bestias de pelaje oscuro y ojos fríos. No eran mascotas, eran armas vivientes, entrenadas para atacar con una sola señal. Sus orejas se movían con cada sonido, y podía escuchar su respiración controlada, como si hasta eso estuviera ensayado.

Más atrás, el personal doméstico aguardaba en filas, con la cabeza ligeramente inclinada en señal de respeto. Hombres y mujeres de distintas edades, algunos vestidos con uniformes de limpieza, otros claramente cocineros o asistentes de servicio. A la derecha, vi a un hombre de cabello gris, probablemente el mayordomo principal, con un porte impecable y las manos entrelazadas a la espalda. A su lado, tres hombres con tijeras de podar el jardín, esperaban en silencio, sus miradas bajas, casi evitando contacto visual.

La escena era impactante. ¿De donde diablos había sacado a tanta gente, donde se escondían que apenas veías a unos pocos a la vista?

Estaba atónita. No solo por la cantidad de personas, sino por la organización, la disciplina, la forma en que cada uno tenía su lugar claro en la jerarquía de este mundo.

Bruno se giró levemente hacia mí y, sin siquiera mirarme, colocó su mano en la parte baja de mi espalda, guiándome hacia los escalones de la entrada.

—Sube —ordenó, su tono firme.

Tomé aire y avancé. A medida que avanzaba tuve la extraña sensación de que estaba cruzando un umbral invisible, entrando en un territorio donde las reglas no eran las del mundo exterior.

Nos detuvimos en la cima de los tres escalones y nos giramos hacia el grupo.

Desde esa ligera altura, observé a todos los presentes. La imagen era irreal: Bruno se colocó a mi lado y alzó la voz, dirigiéndose a todos.

—Levanten la cabeza porque quiero que la miren bien —la orden fue recibida en automático y el ruido de los rostros mirándome fue inmediato—. Esta es su casa.

Un silencio absoluto siguió sus palabras. Ni un murmullo, ni un solo movimiento fuera de lugar.

Mi corazón latía fuerte.

Bruno deslizó su mirada por el grupo, asegurándose de que su mensaje fuera comprendido.

—Su seguridad no es cuestionable. Están aquí para servirle.

No fue una advertencia, fue un hecho. Su voz tenía ese peso innegable de alguien que no da segundas oportunidades.

Luego, giró el rostro hacia mí, y su mirada atrapó la mía con la misma intensidad con la que dominaba a todos aquí:

—Todos están a tus pies.

Sus ojos se oscurecieron un poco más antes de pronunciar las siguientes palabras:

—Aquí das órdenes y no preguntas —aclaró y yo asentí.

El impacto de su declaración golpeó más fuerte que la imagen de los hombres armados o los lobos expectantes. No era solo el poder que él tenía sobre esta casa y las personas dentro de ella, sino la forma en que lo imponía sin vacilar.

Y entonces, casi como si fuera parte de un ritual ensayado, los mercenarios inclinaron levemente la cabeza en señal de respeto. No era una reverencia exagerada, sino un gesto sutil, un reconocimiento de que la orden había sido entendida. Incluso el mayordomo asintió con formalidad.

Sentí un nudo en la garganta. No era miedo exactamente, pero sí la certeza de que acababa de convertirme en parte de algo mucho más grande, mucho más peligroso de lo que había imaginado.

La adrenalina era tanta que me temblaban las piernas.

Mis ojos recorrieron a cada persona frente a mí, tratando de procesar lo que significaba estar aquí. Sabía que no era un juego. Sabía que lo que él acababa de declarar no era una simple cortesía.

Me estaba presentando ante su gente.

Era una sentencia.

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